Gavan Mccormack
Profesor emérito de la División de Historia del Pacífico y Asia de la Australian National University y coordinador de la revista The Asia-Pacific Journal: Japan Focus
El año 2020 era un año de buenos presagios para Japón. Meses antes, en mayo del 2019, había comenzado una nueva era o reinado imperial, que recibió el nombre de Reiwa, y en noviembre, Shinzo Abe se convirtió en el primer ministro más longevo en el ejercicio del cargo de toda la historia japonesa. Con Abe al timón, Japón se preparaba para acoger los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de Tokio del 2020 y resarcirse de la triple catástrofe sufrida el año 2011: el terremoto, el tsunami y el accidente nuclear de Fukushima.
Pero la idea de un “Japón triunfante” era prematura. En diciembre del 2019, China notificó a la OMS la existencia de un nuevo coronavirus que desde su epicentro en Wuhan, alcanzó Japón a mediados de enero del 2020. El 11 de marzo la OMS declaró el estado de pandemia global por la covid-19.
Inicialmente, la reacción de Japón fue algo lenta. Los vuelos directos desde y hacia China se mantuvieron hasta principios de marzo. El 3 de febrero se tomó la desastrosa decisión de inmovilizar al crucero Diamond Princess frente a la costa de Yokohama, con 3.700 personas a bordo, lo que convirtió el buque en una incubadora para la propagación de la enfermedad.
El 7 de abril, Abe declaró el estado de emergencia. Los servicios no esenciales fueron clausurados y se pidió a la ciudadanía que se “autoregulase” evitando las distancias cortas en los espacios cerrados y las grandes aglomeraciones.
Coincidiendo con la Semana Dorada –las vacaciones de finales de abril, la prensa publicó artículos e imágenes del “archipiélago fantasma”, vacío de gente. Se destinó una cantidad fabulosa de dinero (117 billones de yens, 1,1 billones de dólares) a la gestión de la crisis, incluyendo el gesto, muy propio de Abe, de entregar dos mascarillas a cada unidad familiar y una ayuda en metálico de 100.000 yenes (936 dólares) a cada japonés.
La capacidad del virus para colarse a través de las fronteras nacionales (…) había puesto en cuestión las nociones convencionales de “seguridad”
A lo largo del mes de abril, el número de infectados se sextuplicó, pasando de 2.384 a 14.281 casos, y el de muertes pasó de 57 a 432. A finales de mes, Japón había realizado 165.609 tests (limitados a personas con más de tres días de fiebre sostenida) y había identificado 14.088 infectados. Corea del Sur, con una población mucho menor, había realizado más de 600.000 tests e identificado 10.700 casos positivos, lo que le permitió “aplanar la curva”. La tasa de contagios confirmados en Japón era de 11 por cada 100.000 habitantes (el 30 de abril), muy por debajo de Corea del Sur (21), Irán (112), Alemania (188), Francia (194), EEUU (314), Italia (333) y España (451), mientras que China (6) exhibía el mejor índice de todo el mundo. No obstante, los cálculos de Nishiura Hiroshi, un epidemiólogo de la Universidad de Hokkaido, elevaban el número de “infecciones reales” en Japón a diez veces la cifra oficial. También la viabilidad de la política nacional clientelista del Japón respecto a EEUU (de “apoyo al 100%”), incuestionable durante mucho tiempo, se vio afectada. La Casa Blanca reaccionó ante la crisis con la búsqueda de chivos expiatorios, amenazas y mentiras que dejó al mundo entero perplejo.
No hay otra institución que sea más renuente al principio de mantenimiento de la distancia física que las fuerzas armadas. Debido a que el número de contagios dentro del ejército estadounidense se disparó –pasando de 770 a 4.704 tan solo en abril– momento en el que, 1.000 tripulantes del portaaviones Theodore Roosevelt dieron positivo. Debido a las medidas impuestas por el gobierno no se lo impedían, los 57.000 soldados y los 7.000 funcionarios civiles de las bases estadounidenses en Japón se han convertido en el equivalente funcional del crucero Diamond Princess. A mediados de abril, el virus se encontraba ya en la zona prevista para la construcción de una nueva base del Cuerpo de Marines en la isla de Okinawa.
Por todo ello, a mediados del 2020 Japón tenía poco que celebrar. El virus no estaba controlado. Las Olimpíadas habían sido aplazadas al año siguiente. La economía no acababa de recuperarse mientras que los ciudadanos enfermaban y morían. La capacidad del virus para colarse a través de las fronteras nacionales y causar estragos había puesto en cuestión las nociones convencionales de “seguridad” y del vínculo con EEUU, el país en cuyas manos Japón había puesto su destino, y que se estaba convirtiendo a sí mismo en un “estado fallido”.