Andrei Kolesnikov
Investigador sénior y presidente del Russian Domestic Politics and Political Institutions, Carnegie Moscow Center
En medio del paisaje de las protestas globales, los ejemplos rusos de resistencia cívica y política no resultan llamativos. A ello se suma el hecho de que en el contexto de pandemia las manifestaciones están prohibidas, si bien se sustituyen por manifiestos. La mayor manifestación del 2019 apenas logró congregar a unas 60.000 personas. Pero, esto no debe ocultar que en el 2019 asistimos a un punto de inflexión en el desarrollo de la sociedad civil rusa.
Memorial, la ONG más antigua de Rusia, contabilizó más de 300 manifestaciones cívicas y políticas en el 2019. La organización identificó también a más de 300 personas como prisioneros políticos basándose en criterios religiosos o políticos. En una sola de las manifestaciones convocadas en Moscú –el 27 de julio, en contra de las violaciones del derecho al voto– se produjeron 1.373 detenciones.
En las protestas vemos dos grandes tendencias contrapuestas: por un lado, el ascenso de la conciencia y resistencia cívica, y por el otro, el repunte de la represión estatal. Yo a eso lo llamo una revolución de la dignidad –no en el sentido ucraniano, es decir, en el de un cambio de régimen posterior a un levantamiento, sino respecto a una serie de cambios en las mentes y en las almas. La gente se siente humillada por razones políticas, sociales, regionales e incluso culturales. Una nueva sociedad civil rusa está surgiendo de los conflictos con el Estado, así como –literalmente– de la basura: las manifestaciones más destacadas, duraderas e intransigentes fueron las de protesta contra los vertederos obsoletos o contra la construcción de nuevos vertederos. Todas las manifestaciones compartían la exigencia de restaurar derechos constitucionales: poder votar y presentarse a las elecciones; derechos medioambientales; libertades de reunión y de asociación entre otras.
Veamos pues algunos ejemplos. En la república rusa del sur Ingushetia, los manifestantes clamaron contra la modificación de la frontera administrativa con Chechenia. Las protestas concluyeron con un completo fracaso y con el enjuiciamiento penal de más de 30 personas. En Ekaterimburgo, los manifestantes salieron a la calle para detener la construcción de una iglesia en un parque de la ciudad. Y lograron su objetivo, pero a costa de cinco causas penales contra algunos de ellos. En el pequeño poblado de Shiyes, en la región de Arkhangelsk, persisten aún las protestas contra los planes de Moscú de transportar la basura de la capital y distribuirla por los vertederos de la región. Estos planes han encontrado la resistencia de los ambientalistas y de los activistas cívicos regionales, y han provocado protestas en Arkhangelsk y en la vecina República de Komi, sin que todavía se vislumbre un desenlace claro.
Los próximos años estarán marcados por un incremento de la conflictividad entre el Estado y la sociedad civil. Esta historia no ha hecho más que empezar
En un caso muy destacado del 2019, el periodista Ivan Golunov fue arrestado en base a falsas acusaciones de posesión de drogas, como represalia por sus investigaciones sobre la corrupción. Una poderosa ola de solidaridad cívica contribuyó a la liberación del periodista y a la destitución de los agentes de policía que le habían tendido una trampa para encausarlo.
En Moscú, la decisión de impedir a unos candidatos independientes concurrir a las elecciones para el parlamento municipal, desencadenó concentraciones masivas que exigían unas elecciones limpias. Once personas fueron condenadas a prisión por “delitos” tan graves como lanzar un vaso de plástico en dirección a un oficial de policía. El caso más prominente fue el de Yegor Zhukov, un estudiante de la prestigiosa Escuela Superior de Economía, que fue acusado de extremismo. Tras el juicio se dejó en suspenso la sentencia, lo que supone otra victoria de la sociedad civil y un síntoma de una creciente solidaridad entre estudiantes y profesores.
La respuesta del estado a esta ola de protestas combina dos elementos. El primero es una represión irracionalmente dura, acompañada de nuevas leyes represivas como la prohibición de utilizar internet para difamar a las autoridades, la persecución de quienes difundan noticias falsas, y el nuevo reconocimiento de los individuos –y no solo, de las organizaciones– como agentes extranjeros. El segundo es la construcción de una “sociedad civil” controlable por parte del propio Estado (por medio de voluntarios pro-Kremlin y de una serie de cambios en la composición del Consejo Presidencial de Derechos Humanos, por ejemplo).
Los próximos años estarán marcados por un incremento de la conflictividad entre el Estado (y los agresivos activistas pro-Kremlin) y la sociedad civil. Esta historia no ha hecho más que empezar.