Juan Garrigues
Investigador sénior asociado, CIDOB
Sebastian Weinmann
Asistente de programas, Dialogue Advisory Group
De Siria a Sudán vemos a diario cómo conflictos armados se perpetúan bajo una retórica política envenenada con discursos divisivos y populistas. Un elemento clave en esta retórica de guerra es la tendencia a calificar a ciertos actores involucrados como ”terroristas” o “extremistas”, descalificándolos automáticamente como interlocutores legítimos para negociar la paz.
Como justificación se invocan argumentos morales en contra de dialogar con estos actores, en los que se alega que cualquier contacto con ellos pueda legitimizar su existencia y ciertas modalidades de violencia. Pero más a menudo el discurso antiterrorista busca, simplemente, apaciguar las ansias del público, proyectando una posición de fuerza al resistir la idea de dialogar con actores que no siguen “las reglas del juego”.
No obstante, en Colombia vimos cómo en 2016, a pesar de una coyuntura política altamente divisiva, se logró poner fin a más de cinco décadas de conflicto armado con las FARC-EP a través de un proceso de diálogo y negociación reconocido internacionalmente como ejemplar.
La apuesta del presidente Santos por abrir un espacio de diálogo con un grupo considerado por una gran parte de la sociedad colombiana –y de la comunidad internacional– como “narcoterrorista” implicó un riesgo político que no debe ser subestimado. Desafiando el discurso inflamatorio liderado por el expresidente Uribe, el gobierno colombiano optó por reconocer que a un conflicto armado solo se le puede dar fin mediante un proceso que aborde directamente las causas subyacentes del conflicto, y no a través de una improbable derrota militar absoluta. Finalmente, Santos logró el acuerdo con las FARC-EP pero perdió el referéndum por 54.000 votos de diferencia.
El rechazo de las FARC-EP como actor legítimo para negociar la paz no se ha limitado al ámbito doméstico: a nivel internacional, las FARC-EP son formalmente consideradas como grupo terrorista en las “listas negras” de países y entidades como EEUU y, hasta septiembre de 2016, por la Unión Europea (UE).
Preguntado por las razones por las que Cuba y Noruega –los países designados garantes del proceso– jugaron papeles clave en el proceso de paz con las FARC-EP, el Alto Comisionado para la Paz del gobierno colombiano, Sergio Jaramillo, no duda en señalar un aspecto tan crítico como poco conocido. Tanto Cuba como Noruega (país europeo no miembro de la UE) no están sujetos a las restricciones que conllevan la inclusión de las FARC-EP en las ”listas negras”, lo cual permitió que miembros de dicha organización pudiesen viajar a esos países para negociar la paz cara a cara con representantes del gobierno colombiano.
El rol poco conocido de países como Cuba y Noruega en el caso de Colombia, Qatar como anfitrión de la ”oficina política” de los talibanes afganos u Omán como facilitador de las negociaciones entre la Administración de Obama y el gobierno iraní, es esencial para estas aperturas de espacios de diálogo con grupos o países que algunos descalifican como ”terroristas”. Sin países o entidades terceras que contrarrestan el status quo internacional y facilitan la creación de espacios de encuentro con actores clave normalmente excluidos de procesos de diálogo, se perdería la oportunidad de intentar asentar las bases para llegar a acuerdos de alto nivel en la política internacional.
Colombia debería servir como ejemplo de lo posible si se deja una puerta abierta a iniciativas para resolver conflictos a través del diálogo
El comienzo de la presidencia de Donald Trump en EEUU ofrece un preocupante contexto para este tipo de espacios de negociación de la paz. La populista retórica del presidente y la amenaza de designar a la organización de los Hermanos Musulmanes como grupo terrorista auguran un retroceso preocupante que podría incluso incluir represalias políticas y legales contra estados u organizaciones que participen en este tipo de iniciativas. El proceso de paz colombiano debería servir como ejemplo de lo que es posible si se deja una puerta abierta a iniciativas y espacios para resolver conflictos a través del diálogo, por muy controvertidos que sean sus interlocutores.