
Salvador Martí i Puig
Profesor de Ciencia Política de la Universidad de Girona e investigador externo del CIDOB-Barcelona
A pesar de la progresiva desaparición de los gobiernos izquierdistas en América Latina, tanto la comunidad internacional como la oposición nicaragüense dieron por descontado que las elecciones de 2016 otorgarían la tercera victoria consecutiva a Daniel Ortega, esta vez en tándem con su mujer, Rosario Murillo. La única incertidumbre fue saber cuánta gente votaría.
¿Cómo ha sido posible que Nicaragua haya llegado a este punto? La respuesta reside en que, desde hace una década, en Nicaragua se ha ido configurando un régimen que ha vaciado la –ya débil– esencia democrática conseguida después de la caída del somocismo. Para que el régimen desembocara en lo que es hoy, Daniel Ortega impulsó desde 2007 la politización de la administración; erosionó los contrapesos institucionales; reformó a su antojo la Constitución; elaboró estrategias de confrontación con la oposición; y utilizó todos los mecanismos de la gobernanza electoral en su beneficio. Sobre este último punto es preciso dar cuenta que durante la última década en Nicaragua se ha llevado a la perfección el “menú de la manipulación” que expuso en su obra de 2004 Andreas Schedler Elecciones sin democracia. El menú de la manipulación electoral.
El régimen nicaragüense actual es un sistema hiperpresidencialista donde Ortega controla casi todos los resortes del poder político
Fruto de dicho empeño el régimen nicaragüense actual es un sistema hiperpresidencialista donde Ortega controla casi todos los resortes del poder político, a la vez que comparte con las élites tradicionales el poder económico. Esto ha sido posible gracias a la ingente cantidad de recursos de libre asignación que han llegado de Venezuela, y gracias a su capacidad de someter al FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional), al Poder Judicial, a los cuerpos armados y al Consejo Supremo Electoral (CSE), órgano clave en la organización de los comicios. Gracia a ello, Ortega ha conseguido instaurar un régimen muy semejante al que los viejos caudillos implantaron en la región durante la primera mitad del siglo XX. La diferencia más significativa entre esos caudillos y Ortega es que este último ha desplegado, a través de plataformas partidarias, políticas sociales focalizadas con las que fidelizar una clientela electoral estable (tal y como argumenta David Close en su libro de 2016 Nicaragua: Navigating the Politics of Democracy.
Sin embargo este régimen difícilmente puede eternizarse. El problema de su supervivencia reside en que, a pesar de haber extraído la incertidumbre propia de las elecciones competitivas, nunca sabe cuál es el apoyo real con el que cuenta. En esta situación, cuando la oposición empieza a ganar terreno, es imposible saber si el aumento de la represión o de la manipulación detendrá o acelerará su declive. Así las cosas, a día de hoy nadie sabe qué puede ocurrir si en un futuro próximo la economía se deteriora y ya no sea posible desplegar políticas sociales, o si se rompe la luna de miel entre Ortega y las élites tradicionales a raíz de la aprobación de la iniciativa norteamericana “Nica Act”, ahora que los republicanos dominan la Casa Blanca, el Congreso y el Senado. También es una incógnita lo qué podría pasar si hubiera una crisis de sucesión, ya que la ascendencia política de Daniel Ortega no es la misma que puedan tener su esposa o sus hijos. Ciertamente nadie puede leer el futuro, pero la vulnerabilidad del gobierno parece haber incrementado con la celebración de unas elecciones autoritarias el 6 de noviembre de 2016.