Ana Ballesteros
Doctora en Estudios Islámicos y autora del libro Pakistán (Ed. Síntesis)
La suerte de Pakistán en el 2016 fue contradictoria. En la actualidad, existen dos frentes principales que siguen siendo foco de la crisis por la que pasa el país: la debilidad del liderazgo político y la lucha antiterrorista. Tras ambos está el estamento militar, perpetuamente indemne a las crisis.
Pakistán puede congratularse de encadenar dos gobiernos civiles que han cedido el poder de forma constitucional. El presente gobierno de Nawaz Sharif lleva camino de finalizar su legislatura y ya parece estar pensando en las próximas elecciones de 2018. Pero la falta de ideas en el ámbito político lo somete al liderazgo de los militares, que monopolizan el debate ideológico en Pakistán en su beneficio exclusivo. La imagen pública de Sharif, esperanza económica en 2013, ha salido duramente castigado tras la filtración de los papeles de Panamá, que reflejan la inmensa fortuna acumulada por su familia mientras él se muestra incapaz de proveer a los pakistaníes de las necesidades más básicas. El Partido Popular de Pakistán (PPP) está descabezado, con un Bilawal Bhutto lejano, sin ideas nuevas y exhibiendo un discurso convencional, más pensado en la captación de votos en clave populista y en aplacar la desconfianza de los militares. La segunda fuerza real, según las últimas elecciones parciales, es el partido de Imran Khan. No obstante, el mayor problema de Khan radica también en lo ideológico. El cambio y la erradicación de la corrupción, bases de su discurso, han brillado por su ausencia en su gobierno en la provincia de Jyber-Pajtunjwa. Khan parece, en cambio, más obsesionado con derrocar al gobierno central a través de la movilización social de sus seguidores, no exenta de violencia. Ahora bien, su último intento de movilización ha sido un gran fracaso; Khan esperaba capitalizar la represión policial de sus militantes, Sharif por su parte, mostrarlo como un problema de orden público. Ambos, esperaban alguna señal de respaldo militar desde los cuarteles. Sin embargo, el Ejército se mantuvo al margen. No respecto al juego político, porque en Pakistán nada es lo que parece, sino porque así demuestra su imprescindibilidad para resolver las disputas políticas.
El estamento militar sigue estando en contra de la pacificación con India y Afganistán
En el frente antiterrorista, hay pocas razones para creer que la operación militar en las Áreas Tribales haya tenido el éxito que se anuncia oficialmente a bombo y platillo. Si bien el número de ataques y de víctimas a nivel nacional ha experimentado un marcado descenso desde 2015, la letalidad va en aumento, así como la vulnerabilidad de la población civil, objetivo de la mayoría de los ataques. No hay operación militar que combata la dualidad ideológica, que sigue permitiendo que algunos grupos gocen del apoyo estatal. Así mismo, el estamento militar sigue estando en contra de la pacificación en las relaciones con los dos vecinos principales, India y Afganistán. Esta postura está contribuyendo a un mayor aislamiento, y en paralelo, al incremento del discurso victimista. El control absoluto del Ejército en la erradicación de los santuarios terroristas en las Áreas Tribales es contraproducente. Solo se ha combatido al movimiento talibán pakistaní y sus grupos aliados. En cambio, se sigue acogiendo al liderazgo talibán afgano en Quetta. Los militares persisten en monopolizar esta interlocución, a pesar que dicho grupo pretende llevar el diálogo con el gobierno afgano lejos de su esfera. De igual modo, los grupos con Cachemira en el punto de mira siguen gozando del beneplácito de todos y sus líderes siguen contando con protección oficial. No se llega a comprender que los límites entre estos grupos están lo suficientemente difusos como para que las distinciones sean inútiles, y que, tarde o temprano, acabarán siguiendo sus propias agendas.