Graham Gudgin
Asesor Económico Principal de Policy Exchange
Por algún motivo, a muchas personas del Reino Unido, la mayoría de ellas cultas, les resulta difícil imaginar que una mayoría de sus compatriotas hayan votado a favor de salir de la mayor y más desarrollada área multinacional de libre mercado. La respuesta de los partidarios del Brexit es que el Reino Unido se ha ido para recuperar su antiguo estatus de estado soberano y para no llegar a convertirse, con el tiempo, en una provincia de los Estados Unidos de Europa.
Algunos opositores al Brexit parecen querer obviar que el proceso para la supresión de la soberanía estaba en marcha. Otros afirman que la aspiración del Tratado de Roma de conseguir una unión cada vez mayor no significa que el destino final del proceso sea unos Estados Unidos de Europa, pues es posible alcanzar una perfecta unión sin convertirse en un estado unitario o federal. Otros consideran erróneamente que en un mundo globalizado la soberanía es un espejismo.
Hay quienes de manera bastante razonable han puntualizado que la posición ya semiindependiente del Reino Unido comportaba exclusiones como la de la moneda única o las normas de Schengen sobre la libre circulación dentro de la UE. Para este grupo, el Reino Unido ocupaba un lugar ideal, que podría sostenerse con nuevas exclusiones del proceso de la UE hacia una armonización tributaria, una unión bancaria y una capacidad de defensa unificada. Es posible que ninguna de estas nuevas competencias de la UE llegue a producirse, pero parece poco realista dar por sentado que la vocación de transferir competencias desde los estados individuales a la UE haya llegado a su fin. Un supuesto más realista es que en la UE la centralización continuará ad infinitum.
Un deseo de soberanía triunfó sobre una campaña que no explicó convincentemente lo bueno de quedarse en la UE
En cualquier caso, una porción sustancial del electorado británico considera que incluso con las exclusiones existentes, el Reino Unido ha cedido ya demasiada autonomía. Una cuestión especialmente espinosa ha sido la de la migración. Con una tasa de inmigración neta de más de 300.000 personas al año antes del referéndum, muchos votantes, especialmente en las comunidades pequeñas, consideraron que el ritmo de cambio era demasiado rápido. La exclusión del espacio Schengen permitiría al Reino Unido el control de inmigrantes en sus fronteras, pero no suprimía el derecho de los ciudadanos de 27 estados de la UE a entrar en el Reino Unido y reclamar también los beneficios de la seguridad social. El estrecho margen en el resultado del referéndum (52/48) encubrió un euroescepticismo más amplio. Antes de conocerse el resultado del referéndum muy pocos de los que abogaban por quedarse habían argumentado que la pertenencia a la UE era positiva para el Reino Unido. La mayoría decía que la UE era un error pero opinaban que el Reino Unido tenía que quedarse y trabajar por su reforma –los partidarios del Brexit les decían “que tengáis suerte”.
Una vez anunciado el resultado del referéndum, los remainers desataron un grado de pasión inusitada. El calibre de los insultos proferidos a los que habían votado a favor de salir demostraba un enfado relacionado, sobre todo, con la rabia que les producía haber sido derrotados en la votación por aquellos a quienes percibían como inferiores social e intelectualmente. Lo que sesenta años antes, en su libro The Rise of the Meritocracy el sociólogo Michael Young había advertido que pasaría, acababa de pasar. Una clase de gente culta que despreciaba a los menos instruidos, se quedó estupefacta cuando estos últimos les superaron votando un tema de gran trascendencia constitucional.
El bando del remain había cometido el craso error de basar toda su campaña en el perjuicio económico que se derivaría como consecuencia de la salida de la Unión Europea. Las organizaciones gubernamentales oficiales elaboraron informes de estimación del impacto del Brexit, que no eran totalmente independientes o imparciales, ya que los funcionarios autores de los mismos estaban a las órdenes de ministros partidarios de quedarse dentro de la UE. Los economistas universitarios no hicieron el menor esfuerzo por examinar críticamente dichas estimaciones, ya que casi todos ellos eran también partidarios del remain. En el fondo, esto no tuvo demasiada importancia, ya que una mayoría del electorado tenía, y con razón, muy poca confianza en dichos análisis expertos. Así pues, un natural deseo de soberanía triunfó sobre una campaña que en ningún momento consiguió explicar de manera convincente por qué continuar dentro de la UE era bueno para el Reino Unido.