Anna Bardolet
Investigadora, CIDOB
En el año 2015 la cifra de desplazados en el mundo alcanzó máximos históricos, con un volumen que, según las estimaciones de ACNUR, superó por primera vez los 60 millones de personas. Una gran mayoría de ellos se encontraban en países en desarrollo (un 86% del total en 2014) y casi la mitad de ellos se concentraban en solo 10 países. Frente a ello, ha bastado una sesenteava parte –el millón de refugiados que han alcanzado Europa en 2015 en busca de asilo– para desatar turbulencias sociales y políticas capaces de dañar seriamente el proceso de construcción europea. Entre las consecuencias más visibles y preocupantes de la llamada “crisis de los refugiados” destaca el auge del discurso nacionalista y populista de la extrema derecha que prolifera en muchos de los estados miembros, así como la re-fortificación de las fronteras nacionales, destinada a impedir la llegada de los solicitantes de asilo; frecuentemente, han convergido ambos fenómenos.
El caso quizá más paradigmático en 2015 ha sido el del primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, que ha tomado polémicas medidas como la construcción de una valla alambrada de púas de 170 km a lo largo de su frontera con Serbia en julio, a la que siguió el anuncio de tender otra en su frontera con Rumanía en septiembre, y con Croacia en octubre. A pesar de que Hungría ha sido ampliamente condenada por estas acciones, y que las vallas nos recuerdan un nuevo “telón de acero”, este no ha sido el único país que ha apostado por estas medidas: Eslovenia también erigió una alambrada de púas en su frontera con Croacia, en el mes de noviembre. Una de las acciones más controvertidas ha sido la construcción por parte de Austria de una valla en su frontera con Eslovenia, presuntamente para gestionar mejor los flujos de refugiados pero que de facto ha supuesto la primera barrera física erigida entre dos estados firmantes del Acuerdo de Schengen desde la creación de la zona de libre circulación… y todo hacía pensar que podría no ser la última. Asimismo, Dinamarca ha perimetrado con vallas parte de sus vías ferroviarias para controlar el flujo de inmigrantes con Suecia, mientras que Francia y el Reino Unido han colaborado para reforzar las vallas en el puerto de Calais, buscando impedir el cruce ilegal del Canal de la Manga.
Resulta evidente que las vallas no disuaden a quienes deciden emprender la ruta de entrada a Europa, tan solo logran que el esfuerzo sea más difícil y peligroso
La construcción de vallas no es una medida nueva (basta recordar las alambradas de espino que España mantiene en Ceuta y Melilla, o aquellas que discurren a lo largo de la frontera entre Grecia y Bulgaria con Turquía, desde 2012). Tampoco es que todas las vallas se deban a la crisis de los refugiados, como demuestra la que se levantó durante el conflicto entre Ucrania y Rusia en 2014, una estela que parecen haber seguido los estados bálticos en 2015: en agosto Estonia anunció que fortificaría los 110 km de frontera con Rusia, Letonia empezó la construcción de vallas en diciembre y Polonia anunció la construcción de torres de vigilancia en abril, también en la frontera con Rusia.
Resulta evidente que las vallas no disuaden a quienes deciden emprender la ruta de entrada a Europa, tan solo logran que el esfuerzo sea más difícil y peligroso, a menudo poniéndolos en manos de las mafias dedicadas al tráfico de personas. A pesar de que existe el consenso generalizado de que hay que acabar con las muertes en el Mediterráneo, las más de 3.300 personas que se han ahogado desde 2015 en ese mar nos recuerdan que ninguno de los esfuerzos realizados hasta la fecha ha sido suficiente. Si prosigue esta tendencia a la fortificación, pronto habrá más muros y barreras entre los países europeos que los que había durante la Guerra Fría, un esfuerzo que además de vano es tremendamente caro para un continente aún azuzado por las políticas de austeridad.