James F. Hollifield
Profesor y director, Tower Center, Southern Methodist University (SMU)
Estados Unidos tiene un largo historial de exclusión de los extranjeros sobre la base de la raza y la religión, y los estadounidenses siempre han sido ambivalentes acerca de la inmigración, pese a que EEUU es “una nación de inmigrantes” y su lema nacionales e pluribus unum.
Cuando se fundó la República, George Washington describió la nueva nación como un lugar de refugio en el que los recién llegados podían dejar atrás el “viejo mundo”, empezar de nuevo, e incorporarse a la aventura de la libertad. El estallido chovinista actual recuerda la agitación anticatólica de los know nothings de la década de 1850 —dirigida contra ale-manes e irlandeses—, o el “peligro amarillo” de las décadas de 1870 y 1880, que tuvo como resultado la aprobación de la primera política inmigratoria federal, la Ley de Exclusión de los Chinos de 1882. Luego, en el período posterior a la Revolución Rusa, vino la “amenaza roja”, que intensificó los sentimientos antisemitas y contrarios a los europeos del Este, y que impulsó la Ley de Cuotas según el Origen Nacional, de 1924.
En vista de la larga historia del nativismo en EEUU, la política anti-inmigración de Donald Trump no resulta sorprendente; es un “regreso al futuro”. Durante la campaña, Trump exigió “una total y absoluta paralización de la entrada de musulmanes en Estados Unidos hasta que los representantes de nuestro país puedan averiguar qué diablos está pasando”. Dijo también que “los mexicanos son violadores, asesinos y traficantes de drogas”, que EEUU tenía que construir un muro para impedirles la entrada, y que ya no se admitirían más inmigrantes de “esos países de mierda de África”.
Durante los dos primeros años de su administración, Trump ha tratado de cumplir sus promesas de campaña. Promulgó decretos presidenciales prohibiendo la entrada de inmigrantes procedentes de países de mayoría musulmana y, recientemente se ha centrado en la seguridad de las fronteras, reasignando fondos del presupuesto de Defensa para extender el muro en la frontera sur. Ha reducido de forma drástica las admisiones de refugiados, limitando las solicitudes de asilo y separando a las familias de migrantes en la frontera.
La política de inmigración es un juego cuatridimensional — en torno la seguridad, las preocupaciones culturales e ideológicas, los intereses económicos y los derechos— que se juega en tres niveles: nacional, internacional y local. En “tiempos normales”, como la década de 1980 y comienzos de los años noventa, cuando se aprobaron las últimas leyes importantes sobre inmigración, el debate orbitaba en torno a los mercados: “¿Cuántos migrantes hemos de admitir y con qué cualificación?”; y a los derechos: “¿Qué estatus deben tener los inmigrantes? ¿Hemos de permitir que se nacionalicen?”. Estas preguntas de fuerte carga política son difíciles de abordar, pero se vuelven más complejas cuando el país se ve físicamente amenazado, como sucedió con los ataques del 11S. Si la amenaza se percibe como cultural el debate puede verse desbordado por la política simbólica, que describe a todos los inmigrantes de una religión (musulmana), una nacionalidad (mexicana) o una región (África) como una amenaza existencial. Desviar el de-bate sobre la inmigración desde los intereses (económicos y de seguridad) y desde la ley (procedimientos y políticas) a los valores y la cultura acentúa la ideología e intensifica la naturaleza simbólica de la política.
Las exigencias de la política exterior y de seguridad no pueden satisfacerse con apelaciones al nacionalismo y al choque de civilizaciones
La política inmigratoria y sobre los refugiados de Trump está formulada en términos “civilizatorios”: contrapone a los cristianos y judíos con los musulmanes, y a los mexicanos/ hispanos con blancos y negros. Con ello, Trump ha generado una tormenta perfecta de oposición doméstica a sus políticas internacionales, nacional, estatal y local. A nivel nacional, el cambio político ha contribuido a un entorno de intolerancia e intimidación, con un aumento de los delitos de odio, dando alas al terrorismo doméstico. En el plano internacional, ha alejado a muchos antiguos aliados.
Las complejas exigencias de la política exterior y de seguridad no pueden satisfacerse con apelaciones al nacionalismo y al choque de civilizaciones. Si bien el America first y la política simbólica que convierte a inmigrantes y refugiados en chivos expiatorios refuerzan la base electoral de Trump, prohibir la entrada de refugiados no hará más seguro al país. Los intereses de seguridad y la política exterior a largo plazo, como la necesidad de tener aliados en el mundo musulmán, o la búsqueda de soluciones prácticas a la crisis de los refugiados en África, Oriente Medio, Europa, América Central y el vecino México, tienen que prevalecer sobre las ventajas electorales a corto plazo que producen el nativismo y la política simbólica.