ANTONI SEGURA I MAS,
Presidente del Patronato de CIDOB
El siglo xxi ha conocido ya tres crisis: la crisis económica sistémica de 2008-2014, la crisis climática –agudizada en estas últimas décadas– y la crisis sanitaria provocada por el virus SARS-CoV-2, causante de una enfermedad infecciosa respiratoria que, en sus casos más graves, puede derivar en una neumonía de consecuencias fatales. A todo ello hay que añadirle, desde febrero de 2022, la agresión de Rusia a Ucrania. Este hecho, de enorme transcendencia para el orden y la política internacionales, ha conllevado una guerra de larga duración con implicaciones internacionales a distintos niveles: militar, de alianzas, en el comercio mundial, en la seguridad alimentaria y en el mercado de los hidrocarburos.
Estas tres crisis no solo se solapan, sino que, en realidad, podemos afirmar que derivan de una única y gran crisis, la del sistema de producción capitalista en su actual fase de Globalización Dirigida por las Finanzas (GDF), una expresión propuesta en 2012 durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo[1]. Situamos su origen en la denominada «revolución conservadora», liderada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan en la década de los ochenta del siglo pasado, pionera en proponer las desregularizaciones financieras que, cuatro décadas más tarde y bajo el paraguas de la globalización, han conducido hasta una situación cercana al colapso, porque difícilmente es posible un mayor nivel de desigualdad ni de desheredados a escala mundial[2]. Un sistema que, al mismo tiempo, para satisfacer las necesidades productivas crecientes de los países más desarrollados, ha incrementado el uso de fuentes energéticas no renovables (combustibles fósiles), altamente contaminantes, porque emiten a la atmósfera partículas de CO2 (dióxido de carbono) y de N2O (óxido de nitrógeno) –el CH4 (gas metano) procede de otras fuentes–, que son las causantes del efecto invernadero y del calentamiento global del planeta. Todo ello conduce a un empeoramiento de las condiciones climáticas y una degradación medioambiental que la ciencia ha demostrado que favorecen las transmisiones zoonóticas que encontramos en la base de algunas epidemias o pandemias, como es el caso de la reciente COVID-19.
La primera crisis: el colapso de la economía financiera global (2008-2014)
La crisis de la «edad de oro del capitalismo» (1945-1970) provocó la citada revolución conservadora de la década de los ochenta del siglo xx. Con ella se consolidó el capitalismo neoliberal y se inauguró la fase del proceso de globalización económica que nos ha conducido hacia uno de los períodos «más inestables del capitalismo contemporáneo»[3].
Entre 1986 y 2004, mientras el PIB mundial –la economía real– se multiplicaba por tres, las exportaciones lo hacían por cinco, las emisiones de títulos internacionales por siete, y los productos financieros
por noventa y ocho
La revolución informática y de las telecomunicaciones ha permitido procesar mejor la información, desarrollar nuevas técnicas de cobertura de los riesgos financieros (derivados, titulaciones…) y, sobre todo, liberalizar los movimientos internacionales de capital y de flujos comerciales, al tiempo que la República Popular China e India se incorporan a la economía internacional y que el envejecimiento de la población occidental fomenta el incremento del ahorro y de los fondos privados de pensiones, necesitados de nuevos productos para obtener mejores rentabilidades. Todo ello conduce a la progresiva liberalización del sistema financiero, mientras la economía china, y también –en parte– la alemana, se basan en las exportaciones masivas y en la austeridad del consumo interno. El efecto combinado de todo esto es una acumulación de ahorros que buscan en los mercados internacionales (y, particularmente, en Estados Unidos) nuevos productos financieros, cada vez más complejos (y a menudo fraudulentos) que prometen una elevada rentabilidad, pero que se hallan cada vez más alejados de las bases productivas reales. La consecuencia a medio plazo es más inestabilidad en el sistema financiero y más quiebras bancarias[4].
Paralelamente, tiene lugar un proceso de desposesión basado en la liberalización comercial –reducción de los aranceles y de las restricciones a la importación– y en la desregulación de los sistemas financieros nacionales e internacionales, para favorecer la libre circulación de capitales y reducir el peso del Estado, al tiempo que se fomenta la privatización de sectores públicos esenciales como la educación, la sanidad, las infraestructuras o la energía. Este proceso «ha generado fuertes tendencias oligopolísticas –nacionales e internacionales– en el marco de la reestructuración económica, con la consiguiente reorganización y (creciente) concentración del capital a escala mundial»[5].
En resumen, la progresiva separación entre la economía real y la especulativa –las actividades financieras e inmobiliarias– llega acompañada de la subordinación de la primera a la segunda. La deslocalización industrial, la movilidad de la mano de obra y el control de las empresas tecnológicas vinculadas a la informatización de la gestión administrativa y de la producción por el capital financiero refuerzan dicha especulación y los beneficios no derivados de la economía real, que a menudo acaban buscando refugio en paraísos fiscales donde se puede «operar realizando operaciones no legales, de mayor riesgo y sin pagar impuestos». Así, entre 1986 y 2004, mientras el PIB mundial –la economía real– se multiplicaba por tres, las exportaciones lo hacían por cinco, las emisiones de títulos internacionales por siete, y los productos financieros por noventa y ocho: «el sistema estaba descarrilando»[6].
Al mismo tiempo, se agudizó el proceso de desposesión de las rentas del trabajo y del capital productivo, amenazando con un colapso del sistema ante la falta de poder adquisitivo de los consumidores. En ese momento, los grandes bancos intervinieron facilitando el endeudamiento mediante la concesión de préstamos hipotecarios de alto riesgo a personas de bajos ingresos que, gracias a las agencias de evaluación de crédito controladas por esos mismos bancos, se convirtieron en títulos financieros –calificados como de máxima solvencia–, y apoyados por pólizas de seguros que se endosaron en todo el mundo a otros inversores, crearon las condiciones ideales para el contagio. Después que algunas entidades –BNP Paribas, en agosto de 2007; Bear Stearns, en marzo de 2008– mostrasen las primeras señales de alarma, en septiembre de 2008, la quiebra de Lehman Brothers en los Estados Unidos fue el pistoletazo de salida para la crisis sistémica mundial, que se prolongó hasta 2014.
La segunda crisis: el cambio climático
Durante la segunda década del siglo xx aumentó el uso de combustibles fósiles y las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera (CO2, dióxido de carbono; CH4, gas metano; N2O, óxido de nitrógeno) como consecuencia de las actividades humanas. Estas ocasionan el cambio climático, el incremento récord de temperaturas y el descarrilamiento del ciclo del agua. Los últimos siete años (2015-2021) han sido los más cálidos registrados hasta el momento, y las previsiones apuntan a que en alguno de los próximos cinco años se superaran los 1,5 °C de temperatura media anual por encima de la de 1850-1900, uno de los límites a evitar que se impusieron en los Acuerdos de París (2015), y también la más alta desde que existen registros[7].
La crisis climática y medioambiental da lugar a la reiteración de fenómenos meteorológicos extremos y se produce como consecuencia de la actividad humana que, desde la revolución industrial del siglo xviii, envenena el medio ambiente con desechos tóxicos y residuos contaminantes, provoca el calentamiento global del planeta y amenaza el futuro de las generaciones venideras, tal y como denuncian científicos y activistas climáticos desde mediados del siglo pasado. Las ciudades son responsables del 70% de las emisiones causadas por el ser humano, y en el futuro se verán confrontadas cada vez más con mayores impactos climáticos y con desigualdades socioeconómicas al alza. Serán las poblaciones más pobres y vulnerables las que más sufrirán, como ya sucede ahora cuando se producen acontecimientos meteorológicos extremos.
En definitiva, son necesarias acciones urgentes para mitigar los efectos negativos del cambio climático: emisiones de efecto invernadero, mayor calentamiento global, disminución del hielo marino ártico, deshielo del permafrost –con la consiguiente liberación de CO2 y CH4 y de virus desconocidos–, aumento del nivel medio global del mar, fenómenos meteorológicos y climáticos extremos… Una larga lista de fenómenos derivados de la actividad humana y que acaban afectando a la naturaleza y a los ecosistemas, así como a la economía y a las condiciones de vida del ser humano, dando lugar a fenómenos como las migraciones climáticas e, indirectamente, a la pandemia de la COVID-19. Es un periodo que se ha bautizado como Antropoceno, el neologismo que usan algunos científicos para referirse a una nueva era geológica definida por las consecuencias climáticas y medioambientales provocadas por la actividad humana posterior a la revolución industrial.
Las generaciones más jóvenes son también las más concienciadas sobre la urgencia de plantar cara a esta crisis climática y medioambiental. Pero la sensación es que llegamos tarde y, por ello, el objetivo ya «no es salvar al mundo… sino derrotar el escepticismo, la apatía y el nihilismo actuales… El ecologismo de hoy asume la contradicción como forma de actuar: todas las acciones tendrán consecuencias imprevisibles y nocivas, incoherencias… Los movimientos por el clima están llenos de matices, pero en su mayoría actúan enérgicamente, liderados por nuevas generaciones de jóvenes que desafían al escepticismo. Aquellos despojados de futuro, lo reclaman»[8].
La tercera crisis: la pandemia de la COVID-19
De repente, a finales de 2019, fue detectado un nuevo miembro de la familia de los coronavirus –la variante SARS-CoV-2– que rápidamente se expandió por todo el mundo. Debido a su elevada tasa de mortalidad y a la falta de herramientas sanitarias para combatirlo, se convirtió en la primera gran pandemia de la era antropogénica (si obviamos el precedente de la gripe de 1918).
El primer caso conocido se detectó a mediados de diciembre de 2019 en el Hospital Central de la provincia china de Wuhan, donde se atendía a varios pacientes ingresados por síndrome respiratorio agudo severo (Severe Acute Respiratory Syndrome, SARS), identificado a principios de enero como una nueva variante de coronavirus. Tras dos semanas, el 15 de enero de 2020, las autoridades chinas decretaron el confinamiento de los once millones de habitantes de Wuhan, y el 6 de febrero ya se habían confirmado 30.803 contagios. A mediados de marzo el número de contagios seguía creciendo hasta llegar a los 130.000, motivo por el cual la Organización Mundial de la Salud (OMS) decretó que la COVID-19 dejaba de considerarse una epidemia para tratarse como una pandemia, puesto que la enfermedad se había propagado ampliamente fuera de China hasta llegar a Europa, África y América. En pocas semanas, su alcance pasó a ser global. Según los datos de la Johns Hopkins University, el 10 de marzo de 2023 –es decir, tres años después– el número de contagios ascendía a 676.609.955, con un total de 6.881.955 defunciones[9]. Al cabo de poco más de un año, gracias a la eficacia de las vacunas, la pandemia estaba bajo control y la emergencia sanitaria había decaído.
La pandemia de la COVID-19 es un claro ejemplo de infección zoonótica (transmisión de una enfermedad de los animales ‒normalmente vertebrados‒ a los humanos). En el caso de la SARS-CoV-2, se cree que el vector más probable de contagio puedan ser los murciélagos que son reservorios naturales de coronavirus y que se consumen en China y en otros países asiáticos. Son la cuarta parte de los mamíferos, vuelan y están en todos los continentes lo que facilita que sean los transmisores del virus[10].
La posibilidad de que apareciese una enfermedad infecciosa y muy contagiosa ya fue vaticinada por la OMS y la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación (JVMP) –un organismo de la OMS y el Banco Mundial–, los cuales, desde el año 2018, ya se referían a una potencial «enfermedad X» que sería capaz de provocar una «pandemia causada por un patógeno respiratorio letal y que se propagaría rápidamente […] a través de gotículas procedentes de la respiración […] y, gracias a la infraestructura de transporte actual, se desplazaría con rapidez entre diferentes zonas geográficas»[11], con graves consecuencias para la economía y el comercio mundiales.
Según Josep Cabayol (2020) existe una estrecha relación entre las infecciones víricas y la explotación de nuevas áreas naturales. Las deforestaciones, la expansión de la industria agropecuaria, de las tierras de cultivo y de las granjas de cría intensiva de animales ahuyentan a los murciélagos de sus hábitats y los «ponen en contacto con nuevas cepas de patógenos, hasta entonces aislados. Después, los animales vuelven a sus puntos de origen y aprovechan las nuevas construcciones humanas para nidificar. Los insectos que acompañan a humanos, instalaciones y luces, les proporcionan alimento. De este modo, acaban infectando a los animales domésticos con los nuevos patógenos. Cuando modificamos la dinámica de conducta de una especie que tiene unos reservorios de patógenos, modificamos el ciclo de estos patógenos y podemos modificar su riesgo de transmisión; cuando desorganizamos los ecosistemas, sacudimos los virus y los liberamos de sus huéspedes naturales, y cuando todo esto sucede, los patógenos necesitan un nuevo anfitrión, que pueden encontrar fácilmente en un ser humano. Esto se conoce como transferencia zoonótica», y es responsable de casi dos tercios de las enfermedades infecciosas que afectan hoy en día a los humanos[12].
De la pandemia de la COVID-19 debemos sacar algunas conclusiones, muchas de las cuales quedaron recogidas en el documental de CIDOB «Bouncing back. World politics after the pandemic»[13], de febrero de 2021.
En las primeras fases de la enfermedad, cuando esta se extendía por el continente europeo y los Estados Unidos, surgió un movimiento que culpabilizaba a China, país al que se acusaba de haber creado el virus –intencionada o accidentalmente–, o se apelaba a la improbabilidad de un suceso de este calibre, aludiendo a un fenómeno del tipo «cisne negro», es decir, un hecho fortuito e imprevisible (la gripe de 1918, el 11S…), pero que es capaz de invertir el curso de la historia, generar inseguridad e incertidumbre y acarrear enormes consecuencias económicas, políticas o sociales[14]. Se obviaban así las predicciones de la OMS y la experiencia sobre la pandemia de 1918, de la que ya no quedaba memoria viva.
CIDOB es una entidad con un largo recorrido, que este año cumple su cincuenta aniversario y que, de la mano de Pep Ribera y de sus sucesivos directores y presidentes, se ha convertido en una empresa
de éxito
Algunos de los cambios atribuibles a la pandemia, más allá de los coyunturales (confinamiento, mascarilla…), son por ejemplo: a) la reconsideración de la globalización, derivada de la evidencia de que hay productos esenciales (sanitarios y agropecuarios, chips…) que no pueden depender de las importaciones y cuya producción debe garantizarse; b) derivada de la anterior, una revitalización del comercio de proximidad que ha dado un fuerte impulso a los pagos electrónicos –en detrimento de los billetes, que se convirtieron en factor de contagio–, del comercio online y del reparto a domicilio en beneficio de las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft); c) un impacto negativo sobre la inmigración, resultado del cierre de fronteras y favorecido por el auge del populismo negacionista; d) un escenario propicio para un nuevo «retorno del Estado», justificado por la posibilidad de futuras pandemias y la necesidad de hacer frente a las consecuencias negativas en forma de hiperinflación, paro, seguridad, sanidad eficaz; e) en el terreno sociolaboral, se ha producido un incremento de las reuniones y del trabajo telemáticos (educación, medicina, administración…) y la concentración empresarial para reducir costes y desplazamientos, y f) ha despertado una mayor conciencia ecológica, pero también, y vista la facilidad con la que se produjo el confinamiento, ha proporcionado argumentos a quienes pronostican un futuro distópico de carácter orwelliano[15].
Seguramente, la conclusión más importante que podemos extraer de la pandemia es que, en un mundo global, las respuestas a los retos solo pueden ser globales y el debate entre economía y salud es un falso debate, porque debemos desarrollar una economía al servicio de la vida y evaluar siempre cuál es el coste de oportunidad de las decisiones económicas en función de las necesidades sociales. Una experiencia muy positiva en este terreno ha sido la colaboración entre la industria farmacéutica y la investigación médica (pública y privada). La coordinación entre ellas permitió desarrollar en un tiempo récord varias vacunas para combatir el SARS-CoV-2. En un sentido de colaboración similar, y casi en paralelo, el 21 de julio de 2020 los estados miembros de la UE fueron capaces de llegar a un acuerdo para destinar un fondo extraordinario (NextGenerationUE) para combatir de manera solidaria la crisis causada por la pandemia en todo el territorio de la Unión.
La guerra regresa a Europa
El 24 de febrero de 2022 Vladímir Putin ordenó a las tropas rusas el inicio de la invasión de Ucrania. No analizaremos aquí un hecho que aún no ha visto su final, pero apuntaremos algunas cuestiones claves que explican por qué esta invasión «marca un punto de inflexión en la historia y cierra el capítulo que empezó al finalizar la Guerra Fría, cuando los países occidentales intentaron integrar a Rusia en un orden internacional basado en reglas»[16].
El autócrata ruso ya había adelantado sus pulsiones imperiales en 2012, en la revista Moskovskie Novosti, mostrando su añoranza por el imperio soviético o zarista y acusando a los países occidentales de un retorno a la política de bloques y de ser una amenaza frente a las líneas rojas de la Federación Rusa (las repúblicas exsoviéticas) con la expansión de la OTAN y la UE hacia el Este[17]. Su respuesta no fue solo retórica, ya que incluyó la invasión parcial de Georgia (2008), la intervención en el Dombás y la anexión de Crimea a Rusia (2014). Hillary Rodham Clinton cree que fue un error no pararle los pies en ese momento[18]. Es discutible. No lo es, sin embargo, el hecho de que la guerra de Ucrania haya tenido consecuencias imprevistas: ha truncado la recuperación pospandémica con una nueva crisis económica; ha hecho evidente la dependencia centroeuropea de los hidrocarburos rusos –un hecho que, involuntariamente, podría acelerar la transición energética–, y ha contribuido a ampliar la OTAN con las adhesiones de Finlandia y Suecia. Pero también ha alejado a la UE de su objetivo de lograr la autonomía estratégica; ha provocado disrupciones en el comercio mundial de hidrocarburos y de cereales y semillas (Rusia y Ucrania suministran el 33% de la cebada, el 30% del trigo, el 20% del maíz y el 75% del aceite de girasol en el mundo), productos vitales para muchos países africanos[19]. También ha subrayado la crisis de las instituciones y el orden liberal y de la gobernanza surgidos en 1944-1945, cuestionando el liderazgo y los valores occidentales y reforzando el papel de China ante muchos países del Sur Global.
El mundo ha cambiado mucho en el último medio siglo y por eso finalizaré este artículo con una referencia al quincuagésimo aniversario de nuestro centro, el Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB, acrónimo de su nombre original, «Centre d’Informació i Documentació Internacionals a Barcelona»), un think tank de relaciones internacionales que es el laboratorio de ideas más antiguo del Estado español y uno de los más influyentes a escala internacional[20].
El CIDOB se fundó en 1973, en plena Guerra Fría, en un contexto internacional bipolar liderado por los Estados Unidos, bajo la presidencia de Richard Nixon, y con la URSS presidida por Leonid Brézhnev. En España se vivían los últimos años de la dictadura franquista. Con la experiencia previa de «Agermanament», una organización creada durante los años sesenta al amparo del Concilio Vaticano II, de las corrientes progresistas de la Iglesia catalana y de la lucha antifranquista, y que estableció canales de cooperación con Camerún y Chile, nació el CIDOB. Su fundador, Josep Ribera i Pinyol, Pep, fue descrito por su compañera de empresa y de vida, la otra alma de CIDOB, Francesca Munt i Banqué, como un hombre «arraigado al campo y a la tierra, con una vocación internacional formidable, un hombre de principios, comprometido, justo, terco y paciente». Y, en esos momentos convulsos y difíciles para Catalunya, Ribera supo concitar esfuerzos y anhelos, y más adelante, instituciones, para crear un centro de documentación, información y estudio bajo el nombre inicial de CIDOB-Tercer Món. Su objetivo era recuperar la memoria democrática y promover el respeto por los derechos humanos y unas relaciones internacionales más justas y solidarias. Él mismo escribió en 1993: «En el fondo, se trata simplemente de democratizar nuestras relaciones internacionales»[21]. La nuestra es, por tanto, una entidad con un largo recorrido, dedicada al análisis de las relaciones y la política internacionales, que este año cumple su cincuenta aniversario y que, de la mano de Pep Ribera (director entre 1973 y 2008) y de sus sucesivos directores y presidentes, se ha convertido en una empresa de éxito porque ha sabido evolucionar, afrontar los retos y las nuevas circunstancias sin renunciar a unos principios básicos que forman parte de sus raíces iniciales.
NOTAS
- Véase UNCTAD (2012).
- Véase Piketty (2013).
- Véase Cairó (2018).
- Véase Cairó (2018) y Costas (2010).
- Véase Cairó (2018).
- Véase Martí-González, Cairó, Franquesa (2018).
- Véase World Metereological Organization (2022).
- Véase Bargués-Pedreny (2019).
- Los datos están disponibles en la aplicación de la Johns Hopkins University: https://coronavirus.jhu.edu/map.html)
- Véase Joffrin, Goodman, Wilkinson et al. (2020); Watson (2020).
- Véase World Health Organization (2018); JVMP (2019).
- Véase Cabayol (2020).
- Véase CIDOB (2021).
- Sobre la teoría de los sucesos de «cisne negro», véase Taleb (2007).
- Para algunas de estas cuestiones, véase Harari (2020a) y (2020b); Klein (2020); Tertrais (2020).
- Véase Heusgen (2022).
- Véase Putin (2012).
- Véase CIDOB (2023).
- Véase Cabayol y González (2022).
- Véase McGann (2021).
- Véase CIDOB (2017)
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