Roger Griffin
Profesor emérito, Oxford Brookes University
Cuando Francis Fukuyama publicó el artículo The End of History en 1989, durante la agonía del imperio soviético, el término “fascismo” parecía un dinosaurio político de otra era, y “populismo” todavía no había entrado en el vocabulario vigente de los periodistas. ¡Eran días felices! Ahora, los redactores de titulares, los blogueros y los expertos culturales de todo tipo, tanto si lo hacen en nombre del centro liberal —por ejemplo, Madeleine Albright— o de la derecha neocon —Jonah Goldberg— pueden advertirnos de la amenaza que representa el fascismo para nuestras instituciones democráticas, mientras que el populismo es tratado por los humanistas como una especie de polución política, una neblina tóxica que cubre y distorsiona los contornos de la política democrática “normal” y de los estados-nación moderados. Este último se localiza, según algunos, en la fantasía de Trump en Estados Unidos, en las fantasías de los partidarios del Brexit en el Reino Unido, en las imaginaciones del partido AfD en Alemania, en la Rusia de Putin, la Hungría de Orban, la Turquía de Erdogán, el Brasil de Bolsonaro, la India de Modi y del Bharatiya Janata Party o el Myanmar de los militares. También de la China moderna podría decirse que se rige por un “populismo de Estado” que va de la mano de su “capitalismo de estado”.
Desde una perspectiva académica, ¿qué es lo que está realmente sucediendo? Si dejamos de lado el universo paralelo de las teorías marxistas que relacionan todos los fenómenos derechistas con los males del capitalismo, el hecho es que hoy existe un consenso suficiente respecto a la terminología para ofrecer una especie de “glosario” a los no iniciados. Vamos a analizarlo.
“Fascismo” tiene una larga y complicada historia, y puede adoptar una cantidad abrumadora de formas, pero lo que todas ellas tienen en común —el “mínimo fascista”— es una visión de la nación o de la raza contemporáneas, y del sistema entero de la civilización occidental en la que se perciben integrados elementos decadentes, en declive, autodestructivos, autolesivos, moribundos. Así, afirma que los males del sistema ya no pueden curarse con un mejor gobierno: la enfermedad ha progresado demasiado para esto. Solo podrá curarla una revolución nacional/racial, un “renacimiento nacional/racial”, que en algunas versiones exigirá un proceso de destrucción, una limpieza étnica y cultural que haga posible el establecimiento de un “nuevo orden”.
Populismo” es un término demasiado vago para aplicarlo sin matizar a situaciones políticas. Por ejemplo, Podemos en España e incluso el del partido laborista Momentum en el Reino Unido podrían verse como una forma de populismo de izquierda. También hay un partido populista de izquierdas en Grecia, Syriza. Por otro lado, populismo de derechas, en el contexto europeo, significa que es el opuesto al multiculturalismo, a la libre circulación de personas/trabajadores/refugiados/migrantes económicos, y opuesto al poder de la Unión Europea, a la erosión de la soberanía nacional y a la lejanía y falta de representatividad de las élites políticas y económicas. De todos modos, este deseo de que el pueblo esté mejor representado no va acompañado de xenofobia, de la demonización del otro, de la incitación a la violencia, y mucho menos de la llamada a la revolución. Este populismo representa el polo de extrema derecha del espectro democrático. El populismo radical de derechas, sin ser revolucionario —y por consiguiente sin ser fascista— sí que desata las energías de la xenofobia y el odio, y provoca las tensiones étnicas y la rabia contra “el sistema” que fomenta un ethos de la violencia.
Gracias al populismo de derechas y al populismo derechista radical, el fascismo tiene un hábitat más acogedor en las democracias liberales
¿Y qué podemos decir del fascismo en el 2018? Que seguía estando tan agudamente marginado al final del año como lo estaba al comienzo, con dos salvedades: en primer lugar, los auténticos fascistas que persiguen la quimera de un nuevo orden racial se sentían más seguros de ellos mismos, más envalentonados, más “en casa” en diciembre de lo que lo estaban en enero. Para entonces, la situación mundial era más crítica, y el populismo de derechas y el populismo derechista radical estaban más firmemente establecidos en Europa y más allá. Y en segundo lugar, la amenaza de ataques simbólicos contra los mensajeros del “genocidio blanco” y de la “islamización” fue mayor que nunca, a medida que la policía contraterrorista iba poniendo al descubierto más y más complots de grupúsculos, células clandestinas y lobos solitarios.
Actualmente el fascismo circula por el éter en forma de meme, y gracias al populismo de derechas y al populismo derechista radical, el hábitat que tiene en las democracias liberales es más acogedor. Pero todavía constituye una amenaza mucho menor a la tradición del humanismo ilustrado y la democracia liberal que el populismo desde abajo y que la democracia iliberal impuesta desde arriba en tantos países.