ÓSCAR MATEOS,
Investigador asociado, CIDOB
Desde inicios de los noventa, África se incorporó a la llamada “tercera ola” de democratización. Buena parte de los sistemas de “partido único” que hasta ese momento caracterizaban la escena política africana se convirtieron en pocos años en sistemas multipartidistas, dando paso a una pluralidad política que había ido desapareciendo en la mayoría de países del continente desde la década de los setenta. Los noventa volvieron a recrear así un momento de “afro-optimismo”: se desplomaba el régimen del apartheid, los derechos humanos y el desarrollo se situaban en el centro de todas las agendas y la celebración de elecciones se generalizaba en el conjunto del territorio africano.
En un continente tan vasto y complejo es imposible determinar si la democracia ha arraigado de forma generalizada desde entonces o si bien las elecciones son, en la mayoría de casos, una carcasa que esconde múltiples déficits y problemas. Parece mucho más adecuado entender el rumbo del continente en este ámbito desde la existencia de diversos procesos y escenarios. Según los principales indicadores internacionales en materia de gobernabilidad y democratización (especialmente el de Freedom House, el Índice de la Fundación Mo Ibrahim, o el elaborado por la revista The Economist), las democracias en el continente africano parecen caminar en tres direcciones, por lo menos. En primer lugar, países como Botswana, Mauricio, Seychelles, Cabo Verde, Namibia o Ghana son, según estos indicadores, contextos en los que la democracia funciona de forma más que razonable: existe pluralidad democrática, división de poderes, se producen relevos en el poder político y se respeta la mayoría de libertades y derechos fundamentales. En contraposición a este grupo, existe una serie de países en los que la democracia simplemente no ha arraigado, a pesar de que en algunos de ellos se celebren incluso, de manera regular, elecciones. Somalia, Sudán del Sur, Eritrea, República Centroafricana, Sudán, Chad o Guinea Ecuatorial integran este “vagón de cola”. En medio de estas dos realidades cabe situar al resto de países de la región subsahariana, caracterizados por los avances y los retrocesos en los diferentes ámbitos en los que se mide la democratización.
Los últimos años, sin embargo, dejan la sensación –a la luz también de numerosos análisis al respecto–, de que son muchos más los retrocesos que los avances y de que un grueso de las realidades políticas africanas podrían atravesar una cierta involución democrática. Las protestas sociales ante el intento de perpetuación de numerosos líderes en el poder, la represión de los grupos opositores y de organizaciones de la sociedad civil y de movimientos sociales, o las tensiones políticas y electorales que han registrado algunos contextos, dan cuenta, según numerosas voces, de una coyuntura política y social muy compleja.
Aunque la mayoría de regímenes se declaran multipartidistas, algunos de ellos han acabado comportándose como sistemas de partido único
Los límites de la “electoralización” de África
Las elecciones democráticas se han convertido en un rasgo característico de cualquier realidad africana. Solo en 2018, 20 países tienen previsto celebrar elecciones presidenciales o parlamentarias en el continente. En 2017, lo hicieron otros 14 y en 2016 fueron más de 20 los comicios que tuvieron lugar a lo largo y ancho del territorio africano. No cabe duda de que las elecciones son una buena noticia para el continente. Numerosos actores sociales y políticos que tenían vetada su participación en los sistemas de partido único son desde hace ya más de dos décadas actores habituales en la escena política.
No obstante, en algunos contextos, la contienda electoral sigue siendo interpretada por los partidos políticos de base etnoterritorial, como un juego de suma cero. Acceder al poder es crucial para aquel partido y para aquella comunidad que a priori representa. Muchos partidos políticos en el contexto postcolonial, a pesar de nacer con una vocación nacional, se fueron inclinando poco a poco a representar a aquellos grupos de los cuales podía derivar una mayor legitimidad y apoyo. Esta cuestión es, además, hábilmente instrumentalizada por algunos dirigentes políticos que, llegada la disputa electoral, suelen evocar discursos que apelan a la diferencia y a los agravios entre comunidades.
Si hay un contexto donde esta cuestión ha sido especialmente significativa es en Kenya. Las históricas elecciones en 2007 dejaron más de un millar de víctimas mortales y los comicios en 2017 han alcanzado también un elevadísimo nivel de tensión y de enfrentamiento, con los mismos protagonistas: el actual presidente Uhuru Kenyatta (en 2007, primer ministro) y el eterno opositor de los últimos años, Raila Odinga. En agosto de 2017 Kenyatta volvió a ganar las elecciones con un 54% de los sufragios, resultados que fueron impugnados por Odinga ante el Tribunal Supremo, que accedió a repetir las elecciones en el mes de octubre. Odinga desestimó esta posibilidad por considerar que no existían todavía las condiciones para unas elecciones transparentes en el país, hecho que llevó a que durante varios meses la excolonia británica tuviera a dos presidentes, uno elegido formalmente y otro de manera informal.
Liberia y Sierra Leona han sido recientemente dos de los contextos donde las tensiones electorales han sido también considerables. En ambos países, a pesar de todo, los comicios han deparado un importante relevo político. En Liberia, el opositor George Weah ganó con el 60% de los votos en la segunda vuelta de las elecciones celebradas a finales de 2017, mientras que en Sierra Leona, el también partido opositor Sierra Leone People’s Party (SLPP), liderado por Julius Maada Bio, se hizo con la presidencia en abril de 2018, tras más de una década de gobierno del All People’s Congress (APC). Sudán del sur, Malí, la República Democrática del Congo, Camerún, Togo, Zimbabwe o Madagascar son los lugares en los que la celebración de comicios en los próximos meses también podría exhibir esta ambivalencia: o las elecciones como momento desestabilizador o, en ocasiones, como palanca de relevo y de cambio.
Un crecimiento inclusivo y sostenible debe ser la punta de lanza de cualquier horizonte democrático en el continente
¿Retroceso democrático desde la “Tercera ola”?
La celebración de elecciones ha dificultado la intención de algunos líderes de perpetuarse en el poder, hecho que caracterizó a la política africana en la década de los setenta y ochenta. No obstante, en los últimos años algunos dirigentes han intentado modificar la constitución de su país, en la mayoría de casos para ampliar los mandatos presidenciales y avalar su participación en unos nuevos comicios. Este hecho ha generado una gran movilización social en muchos casos, conllevando fuertes tensiones y disturbios, así como una considerable presión regional e internacional. En algunos casos las reformas constitucionales han sido frenadas, si bien otros contextos –teóricamente multipartidistas– parecen más encaminados a convertirse en regímenes dominados permanentemente por un solo partido político. Es el caso de Joseph Kabila en la República Democrática del Congo. En el poder desde 2001, el dirigente congolés debía abandonar el cargo en 2016. Sin embargo, los comicios han sido postergados en diversas ocasiones, en medio de fuertes protestas y de un gran clima de tensión política y social. Las presiones internas y regionales podrían llevar a que Kabila convocara formalmente elecciones a finales de 2018 sin su presencia (si bien con la de uno de sus delfines políticos). No obstante, la espiral de inestabilidad política parece garantizada en un país en el que otros conflictos violentos siguen más que latentes.
Rwanda, Burundi y la República del Congo son casos que apuntan en la misma dirección. En Rwanda, Paul Kagame, presidente del país desde el año 2000, fue elegido en agosto de 2017 para un tercer mandato de siete años con casi el 99% de los votos, y tras un polémico referéndum en 2015 que modificaba la constitución para posibilitar su participación en unos nuevos comicios. Por su parte, Pierre Nkurunziza en Burundi revalidó su cargo por tercera vez en 2015, tras fuertes protestas sociales que fueron reprimidas y tras un intento de golpe de estado que fracasó. En la República del Congo, Denis Sassou Nguesso ha monopolizado la vida política del país prácticamente desde finales de los setenta. En un contexto ya multipartidista, Nguesso siguió la misma dinámica que sus homólogos burundés y rwandés: referéndum en 2015 impugnado por la oposición que le habilitaba para un tercer mandato y victoria electoral en 2016 en medio de protestas y de tensiones sociales.
Otros dos casos significativos en el conjunto del continente son el de Yoweri Museveni en Uganda, en la presidencia desde 1986, y el de Omar al Bashir en Sudán, desde 1989.
Si bien ambos regímenes se declaran multipartidistas y han celebrado elecciones de forma periódica, se caracterizan por ser terriotrios en los que la oposición interna, así como una parte de la comunidad internacional, ha denunciado graves irregularidades en la organización de los comicios y en los que la posibilidad de un traspaso del poder a día de hoy parece remoto. Gabón, Camerún o Guinea Ecuatorial son otros tres casos en los que las históricas élites locales es improbable que cedan a un verdadero juego democrático que pueda poner en peligro su poder.
Todos estos contextos parecen indicar una tendencia: la arquitectura democrática está siendo crecientemente instrumentalizada para impulsar muchas veces agendas políticas partidistas y personales, en detrimento de derechos fundamentales. Una parte de África que se declara multipartidista no es sino la carcasa de regímenes que vuelven a reproducir las dinámicas de los sistemas de partido único.
¿La política africana vigilada?
Existen, sin embargo, otros contextos en los que las movilizaciones sociales han tomado un cariz extraordinario, suscitando incluso numerosos análisis locales e internacionales sobre el potencial y significado de estas protestas. Son lugares donde las dinámicas anteriormente mencionadas se reproducen (intento de perpetuación de los partidos y dirigentes en el poder, represión de la oposición, retroceso en derechos civiles y fundamentales, etc.), pero en los que una ciudadanía organizada ha logrado detener, al menos por el momento, el intento de perpetuación de sus respectivos mandatarios.
Los casos más paradigmáticos son, sin duda, el de Senegal en 2012, y el de Burkina Faso, en el 2014. En ambos casos, la articulación de movimientos que apelaban a una regeneración democrática del país y que utilizaban las movilizaciones en las calles y la organización a través de redes sociales, han sido elementos que han caracterizado las protestas y que pueden estar indicando que una población más formada, organizada, conectada, y cada vez más urbana, aspira a fiscalizar la acción política y a exigir una mayor rendición de cuentas a aquellos responsables políticos que ocupan las instituciones. Tanto en el caso senegalés como burkinés, los movimientos sociales que lideraron las movilizaciones sociales (Y’en marre en Senegal y Le Balai Citoyen en Burkina Faso) se han erigido en colectivos que, por el momento, han optado por no convertirse en movimientos políticos que participen del tablero institucional, sino en actores sociales que pretenden impulsar un cambio no solo político sino también cultural y de valores en sus respectivas sociedades.
Estos dos casos no son una excepción en el continente. La ola de protestas sociales que recorre todo el territorio africano da cuenta de la emergencia de un sujeto social que podría ser clave como parapeto a las aspiraciones de perpetuación de determinados partidos y dirigentes y como palanca de profundización de la democracia. Uno de los contextos que en los últimos tiempos es especialmente destacable en este sentido, es el de Togo, país constitucionalmente declarado desde 1992 como multipartidista pero que ha estado dominado por una misma dinastía política en las últimas décadas. Desde agosto de 2017 las protestas han ido en aumento en todo el país, demandando reformas políticas que incluyan limitaciones en el mandato presidencial y exigiendo la dimisión del actual mandatario, Faure Gnassingbé, en el poder desde 2005, cuando sustituyera a su padre, Gnassingbé Eyadéma, que había ocupado el cargo desde 1967. Las movilizaciones sociales han logrado articular un movimiento opositor más robusto y han comportado a su vez un incremento de la represión militar e incluso la decisión gubernamental de obstaculizar el uso de las redes sociales.
Este último hecho es especialmente significativo y algo ya recurrente en numerosos contextos, como Sudán, Uganda, Gambia, Etiopía, Zimbabwe o la República Democrática del Congo. Aunque todavía con una penetración inferior al 30% en el conjunto de la región subsahariana, internet se ha convertido en una herramienta incómoda para muchos dirigentes que ven como las redes sociales funcionan en una lógica distinta a los medios de comunicación convencionales. La acción política está hoy más vigilada no solo por una ciudadanía más articulada, sobre todo en algunos contextos, sino también por la entrada en escena de nuevas herramientas que escapan al control estatal.
Uno de los elementos también característicos en este contexto de protestas sociales ha sido el creciente papel de organismos regionales mediadores en algunos de estos conflictos. El significativo papel que el ECOWAS desempeñó en Gambia, en este caso utilizando medidas coercitivas, ha venido acompañado de la intervención de esta y de otras organizaciones subregionales, que a través de exmandatarios o figuras de renombre ha iniciado mediaciones con el objetivo de rebajar la tensión y de buscar una solución a las disputas políticas en países como la República Democrática del Congo o Togo, por citar solo dos ejemplos.
¿Cambio político o relevo de élites?
Todo este complejo mosaico de tendencias y derivas de la política en África ha sido complementado en los últimos tiempos por la dimisión o retirada, hasta cierto punto sorprendente en algunos casos, de dirigentes históricos y de gran relevancia. Uno de los casos más significativos, especialmente por el peso simbólico y económico del país en la región, ha sido el de Sudáfrica. En febrero de 2018, Ciryl Ramaphosa asumió la presidencia del país tras la dimisión forzada de Jacob Zuma. Ramaphosa ha llegado al cargo en medio de una crisis sin precedentes del Congreso Nacional Africano (CNA), especialmente como consecuencia de los escándalos de corrupción de Zuma y después de que el partido perdiera enclaves históricos en las últimas elecciones locales. Asimismo, las intensas manifestaciones sociales de estudiantes universitarios o de sindicalistas que han denunciado las graves condiciones socioeconómicas que afectan sobre todo a la población negra, convirtieron los últimos meses de Zuma en el poder en un calvario para el exdirigente y para el propio partido, que decidió forzar el relevo presencial. Ramaphosa ha llegado a la presidencia con el objetivo de remontar el vuelo de la economía sudafricana y responder a algunas de las crecientes demandas sociales que han llevado al país a una considerable situación de inestabilidad política.
Un segundo caso que merece especial atención es el de Angola, donde João Lourenço reemplazó al histórico José Eduardo Dos Santos (tras 38 años en el poder) en septiembre de 2017. Designado por Dos Santos, este exministro de Defensa y ex secretario general del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), se hizo con la presidencia tras obtener el 60% de los votos. El relevo está siendo significativo, sobre todo por el inesperado golpe de timón del nuevo mandatario. Aunque Lourenço debía ostentar una presidencia supervisada por su antecesor, los primeros meses de mandato parecen demostrar que está dispuesto a romper con la dinastía Dos Santos que desde hace cuatro décadas copa los principales puestos de responsabilidad política y económica del país. Las decisiones del nuevo dirigente pueden ser simples gesticulaciones o bien iniciar un proceso político de notable trascendencia para la región si tenemos en cuenta la dimensión económica de Angola.
Otro relevo histórico acaecido en los últimos meses ha sido, sin lugar a dudas, el de Robert Mugabe en Zimbabwe. Lo que no había logrado en numerosas ocasiones el eterno opositor, y recientemente fallecido, Morgan Tsvangirai, ni las intensas protestas sociales encabezadas por el pastor Evan Mawarire en 2016 a raíz de las condiciones de vida que enfrentaba la población, lo logró el hasta entonces mano derecha del exmandatario zimbabwo, Emmerson Mnangagwa. En el cargo desde finales de 2017 tras una asonada militar, la llegada de Mnangagwa cabe interpretarla sobre todo como un error de cálculo de Mugabe, que apostó para su relevo por una generación de políticos vinculados a su mujer, Grace Mugabe, provocando así el levantamiento de todo un sector político y militar más veterano que no estaba dispuesto a desaparecer de la primera línea política del país. El nuevo mandatario contribuirá a recuperar el espacio internacional que Zimbabwe había perdido con Mugabe, si bien no se pronostica que suponga un revulsivo social y político que despierte el entusiasmo y el apoyo de la ciudadanía.
Finalmente, en Etiopía, a inicios de 2018, otro destacado dirigente, Hailemariam Desalegn, dejaba el cargo de primer ministro, tras meses de intensas protestas sociales y de inestabilidad política, convirtiéndose así en el primer mandatario que dimite de su cargo en la historia reciente del país. El nuevo dirigente que ocupe el cargo tendrá por delante la difícil tarea de satisfacer las demandas de determinados grupos que exigen al gobierno mayor descentralización y mejoras socioeconómicas de calado.
Estos cuatro casos ponen de manifiesto diferentes aspectos que pueden influir en las dinámicas políticas de numerosos países africanos: el papel determinante de los movimientos sociales y el potencial disruptor de las protestas que impulsan, el papel más que influyente que en algunos contextos sigue teniendo el ejército, así como la posible emergencia de una generación de élites políticas que aspira a desmarcarse de una forma determinada de entender la política.
¿Democratización o involución democrática?
La realidad política africana no es capturable en una sola imagen o en una tendencia. África camina política, social y económicamente en muchas direcciones. Desfragmentando esas múltiples realidades es posible, por lo tanto, entender que mientras una parte de África parece encaminada a consolidar nuevos sistemas de partido único ahora en un contexto de aparente multipartidismo, otra parte del continente experimenta la movilización de su ciudadanía y su apelación a una mayor pluralidad, transparencia y rendición de cuentas. Todos estos procesos, además, los atraviesa una fuerte dosis de incertidumbre. En aquellos lugares donde parecía más improbable el relevo político, se ha producido dicho cambio (aunque sea nominal y esté por ver su calado), mientras que en aquellos en los que la situación de tensión social y el nivel de enfrentamiento pareciera que hace casi inevitable algún tipo de cambio han sido los lugares en los que los dirigentes o partidos en el poder se han hecho más fuertes. Tres aspectos parecen esenciales para entender el devenir de las democracias africanas en los próximos años. En primer lugar, el coste de la represión para aquellos dirigentes que pretendan perpetuarse en el poder parece ser cada vez más caro. Las sociedades africanas se muestran cada vez más articuladas y con más capacidad para exigir cambios políticos y mejoras en los diferentes ámbitos de la vida. Según el politólogo británico, Nic Cheeseman, autor de referencia en el análisis de la evolución de las democracias en África, solo aquellos países que tienen importantes recursos naturales, que parten de una profunda fragilidad institucional y que gozan de importantes apoyos regionales o internacionales son los que han demostrado tener más resistencia al cambio político.
Un segundo aspecto tiene que ver con la creciente interconexión que los movimientos de protesta y los grupos opositores tienen respecto a otras organizaciones de la sociedad civil, a nivel regional e incluso internacional, así como respecto a organismos intergubernamentales. Por una parte, las organizaciones de la sociedad civil africanas están viendo robustecida su capacidad operativa a través de la utilización de las redes sociales. El activismo social está hoy más interconectado y menos aislado, y por lo tanto, cuenta con mayor capacidad de denunciar las injusticias sociales y políticas. A nivel regional, tanto la Unión Africana (UA), como organismos subregionales como el ECOWAS, el SADC o el IGAD, llevan años impulsando un papel de mediación e intervención en muchos contextos. La voluntad de ofrecer “soluciones africanas a problemas africanos” no es un discurso retórico. En muchas ocasiones, algunas de estas organizaciones están contribuyendo a cambiar el statu quo.
Finalmente, en un continente que atraviesa dos grandes transformaciones en paralelo (la demográfica y la urbana), la democratización no puede estar desvinculada de la mejora de los derechos sociales y económicos. El histórico crecimiento económico que el continente ha registrado en los últimos años no ha conllevado una mejora sustancial de las condiciones de vida del grueso de los ciudadanos. Es más, algunos contextos africanos han empezado a registrar un deterioro preocupante en los índices que miden la desigualdad social. Y es que más allá del funcionamiento correcto de los instrumentos formales que componen la democracia, un crecimiento inclusivo y sostenible debe ser la punta de lanza de cualquier horizonte democrático en el continente.