HENNING MEYER, Investigador asociado del Grupo de Políticas Públicas en la London School of Economics y editor jefe de la publicación Social Europe
Fuente: @J_Martu, “Worker 1530”, 2012.
La revolución digital, que aquí utilizamos como la síntesis de un cambio tecnológico más amplio, es uno de los temas que genera los debates más acalorados en los ámbitos político, económico y empresarial. Hace que los políticos evalúen concienzudamente las políticas preparatorias a desarrollar, que los economistas se focalicen en el aumento de la productividad y que los sindicatos reflexionen sobre cuál es el futuro del trabajo. Nos enfrentamos indudablemente a una serie de disrupciones a gran escala que requerirán ajustes en multitud de áreas.
La mayoría de la gente lucha aún por comprender las profundas implicaciones que esta cuestión va a tener sobre sus vidas y se preguntan: ¿qué significa todo esto para mí y para la organización de la que formo parte? ¿Qué significa el cambio tecnológico para mi trabajo? ¿Qué tipo de políticas es preciso implementar para hacer frente a estos nuevos retos?
Para analizar la exposición a la revolución digital y las potenciales soluciones políticas es preciso empezar descomponiendo el problema en dimensiones manejables. Tres áreas en particular merecen una atención especial: ¿Cuáles son las fuerzas que dirigen la aplicación de las nuevas tecnologías?
¿Qué significa la revolución digital para el futuro del trabajo? Y, ¿qué tipo de políticas pueden ser útiles para abordar estas cuestiones?
El público en general debate apasionadamente si vamos a asistir a la robotización de la mayoría de trabajos, y hay que reconocer que la respuesta más honesta a esta pregunta es, simplemente, que no lo sabemos
Los cinco filtros de la revolución digital
Empecemos con la primera dimensión. Es una falacia muy común que la gente cree cierta la que afirma que aquello que es tecnológicamente posible tendrá un impacto directo, contundente y en un corto plazo en nuestro día a día. Esto sencillamente no es verdad, si lo pensamos concienzudamente.
Carecemos de un análisis estructurado acerca de los modos en los que el progreso tecnológico se traduce de una manera efectiva a la vida real. Esto supone un inconveniente importante, ya que conduce a una distorsionada de como acontecen los desarrollos reales. A raíz de trabajos anteriores, he identificado cinco filtros que de un modo efectivo minimizan el impacto de la tecnología.
El primero de estos filtros es un filtro ético que limita la propia investigación en la medida en que establece un marco que define lo que es permisible y lo que no. Esto no afecta tanto a la tecnología digital como a otras áreas (como la de la biotecnología). Su efecto es que no todo lo que es posible será realizado debido a consideraciones de tipo ético. La discusión acerca de los límites éticos de la investigación embrionaria y en células madre, así como de la ingeniería genética en un sentido más amplio, son áreas que ejemplifican los límites éticos de las nuevas tecnologías. Corresponde al proceso político determinar la demarcación exacta de estos límites éticos, y por consiguiente, diferentes países construyen diferentes entornos normativos al respecto.
El segundo es un filtro social. La resistencia social frente al cambio tecnológico no es un fenómeno nuevo y acostumbra a ser más intensa en aquellas áreas donde se percibe una amenaza mayor sobre los puestos de trabajo de la gente. Desde los ludditas en la Inglaterra del siglo XIX hasta las protestas más recientes, el filtro social lleva o bien a una demora en la implementación o bien a diferentes formas de regulación. La resistencia contra Uber es un ejemplo actual. Es un caso muy interesante que pone de manifiesto cómo la resistencia social puede llevar a diferentes entornos normativos. A comienzos del año pasado, el autor visitó las principales ciudades de Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania y utilizó los servicios de Uber. ¿Qué descubrió? Que si llamas a un Uber en Miami, consigues un chófer privado; si llamas a un Uber en Londres, consigues un conductor con licencia de taxi privado, y si llamas a un Uber en Berlín solo puedes conseguir un taxi plenamente autorizado a un precio regular medido (aunque esto cambió recientemente para dar paso a otros tipos de vehículos). Es tan solo un ejemplo de cómo, en esencia, los conflictos sociales y las formas en las que estos se resuelven tienen una incidencia palpable en la aplicación de la tecnología.
El tercer filtro es de gestión corporativa. Existen muchas investigaciones y análisis sobre el funcionamiento de los diferentes modelos relativos. Estos trabajos a menudo contrastan el modelo anglo-americano, focalizado en el valor accionarial, con los modelos europeos, más centrados en un grupo más amplio de personas interesadas. El primero tiende a priorizar los objetivos financieros a corto plazo mientras que el segundo, generalmente, apunta más al medio y largo plazo, e incorpora un conjunto más amplio de intereses en la toma de decisiones. La codeterminación mediante consejos de administración y comités de empresa que existe, por ejemplo, en Alemania, muestra que diversos procedimientos de toma de decisiones también pueden llevar a diferentes resultados en la aplicación de la tecnología. Si el cambio tecnológico, a la escala en la que probablemente lo veremos en el futuro cercano, constituye un reto para las empresas, no es difícil ver que estos modelos de toma de decisiones van a producir diferentes resultados finales por medio de los distintos enfoques y a la diversa composición de intereses que intervendrán en el proceso.
El cuarto filtro –el filtro legal– también modera lo que es posible y lo que finalmente se implementa en el mundo real. Considérense simplemente los coches sin conductor. Desde un punto de vista puramente técnico, la mayoría de problemas han sido resueltos. Sabemos de experiencias semiexitosas de coches sin conductor –construidos por Google y otros– que transitan ya por las vías públicas. Sin embargo, no es probable que veamos pronto que la mayor parte del tráfico lo forman los coches sin conductor, aunque solo sea porque no disponemos aún de un marco legal vigente que clarifique diversas cuestiones fundamentales, como la de la responsabilidad. Y en aquellos casos en los que la tecnología afecta a un área ignota que aún no dispone de regulación, sería el nuevo marco legal el que también podría llegar a determinar la forma en que podrá utilizarse la nueva tecnología. Un buen ejemplo de ello son los intentos recientes para regular el uso de drones privados.
Por último, pero no menos importante, existe el filtro de la productividad. En principio, este filtro significa que la aplicación de la nueva tecnología no tiene que tener un efecto dramático en la productividad dado que, o bien el cuello de botella de la productividad se encuentra en otra parte, o bien la reducción de los rendimientos marginales comporta muy pocas mejoras reales en productos o servicios. El economista del MIT David Autor cita dos interesantes ejemplos para poner de manifiesto este efecto.
El primero, apela a la capacidad de computacional de los ordenadores. De acuerdo con la “Ley de Moore”1, hemos asistido a un crecimiento exponencial sostenido de la capacidad de procesamiento, si bien los desarrollos más recientes ya nos indican que dicha dinámica, que fue una regla de oro de la última década, se está volviendo obsoleta. Sin embargo, está muy extendido el uso de algún programa de procesamiento de textos, y es fácil constatar que por más que haya crecido la potencia computacional de los ordenadores, esto no ha ido acompañado de un incremento igual de rápido en la forma de escribir. Esto demuestra que el obstáculo a los incrementos de productividad, en el procesamiento de textos, no es la velocidad del ordenador, sino la propia capacidad para escribir. Su ordenador puede ser todavía más rápido, pero usted no podrá escribir mucho más o mucho mejor. Usted es el cuello de botella, no la máquina.
El segundo efecto se refiere a la caída de los precios, y a cómo incorporamos potencia de procesamiento en dispositivos que solo la utilizan de una forma limitada y, por consiguiente, nos encontramos con ejemplos claros de lo que los economistas llaman rendimientos marginales decrecientes. Para ilustrar este caso, Autor cita el caso de una lavadora doméstica habitual, que a día de hoy dispone de mayor potencia de procesamiento que la que se empleó en el programa lunar Apolo. ¿Qué implica esto en realidad? La conclusión es simple: fuese cual fuese la potencia de procesamiento del programa Apolo, el hecho es que consiguió llevarnos a la Luna. Nuestra lavadora, en cambio, por mucha potencia de procesamiento que tenga, solo seguirá lavando la ropa sucia. Es posible que quizá ahora podamos controlarla con un smartphone y puede que con suerte ahorremos un poco de agua y de energía, pero la propia lavadora y lo que ella hace, no habrán cambiado fundamentalmente. No es probable que nos lleve a la Luna pronto.
El marco analítico proporcionado por estos cinco filtros nos acerca a una conclusión importante. Sin duda, la revolución digital nos brinda unas posibilidades enormes, pero es preciso entender de manera clara cuáles son las fuerzas que determinan las formas en que las posibilidades tecnológicas nos afectan realmente. ¿Tiene realmente una nueva tecnología un efecto importante en la productividad? ¿Se producirá un conflicto social en el proceso de su adopción? Y, ¿qué tipo de marco normativo regulará la nueva tecnología? Es esencial entender estos cinco filtros y lo que significan por sus circunstancias concretas.
Fuente: Jonathan Kos-Read, “Workers”, Beijing, China, 2013.
¿Cuál es el futuro del trabajo?
Partiendo de lo anterior, la siguiente cuestión es cómo afectan realmente estos cambios moderados a los mercados laborales. Son, por supuesto, muchas las formas en que las nuevas tecnologías cambian la manera en que vivimos, pero la discusión más profunda se centra en si nos encontramos o no en la antesala de una pérdida de puestos de trabajo a gran escala. Los expertos y el público en general debaten apasionadamente si vamos a asistir a la robotización de la mayoría de trabajos, y hay que reconocer que la respuesta más honesta a esta pregunta es, simplemente, que no lo sabemos. Todo depende de qué tipo de supuestos partamos en nuestra modelización y cómo entendemos que será la interacción de los diferentes factores.
Ante esta situación es recomendable mapear todas las fuerzas potenciales para dotarnos de un marco estructurado que nos sirva para supervisar el proceso y desarrollar las políticas. Los tres mayores impactos sobre los mercados laborales son la sustitución, la intensificación y la creación.
Sea cual sea el impacto global de la revolución digital, lo que es indudable es que dejará obsoletos algunos trabajos. A este respecto, en el contexto de sustitución hallamos dos subtendencias que deben ser consideradas. El primer caso es inequívoco y tiene lugar cuando un trabajo existente es simplemente reemplazado por un robot o un ordenador; el segundo es menos evidente y tiene lugar cuando la reorganización y la externalización de una tarea concreta lleva a la pérdida de un puesto de trabajo. Esta última define lo que en inglés se conoce como gig economy (o la “economía de trabajillos”), en la que determinadas tareas las siguen realizando los humanos, pero externalizadas mediante plataformas en línea. Con la conectividad global, ya no es necesaria la proximidad física para la prestación de servicios como traducción, dictado o determinadas tareas de diseño.
La segunda área de cambio es la intensificación, que básicamente describe cómo cambia la relación entre trabajadores humanos y tecnología. Esto tiene un impacto directo en el conjunto de cualificaciones requerido y en la cantidad de trabajo humano necesario. Las cajas de pago de los supermercados son un buen ejemplo de ello. En muchos supermercados modernos ya no es necesario tener diez cajas con diez personas sentadas detrás de una caja registradora leyendo códigos de barras. Es mucho más probable encontrar diez máquinas de autopago y un solo supervisor humano. En el caso del supervisor o supervisora de las máquinas de autoservicio, el conjunto de cualificaciones requeridas ha cambiado sustancialmente; ahora solo necesita ser capaz de resolver los problemas técnicos que se produzcan. El impacto en el número de trabajadores humanos requerido también es obvio: en vez de diez personas solo se necesita una.
En tercer lugar, la revolución digital también creará, por supuesto, nuevos puestos de trabajo. Esta ha sido siempre una característica del cambio tecnológico y empleos como el de gestor de redes sociales, simplemente no existían hace unos años. Pero respecto a la creación de trabajos hay que plantearse unas cuantas cuestiones espinosas. ¿Con qué rapidez se crearán los nuevos empleos? ¿En qué cantidad y calidad se crearán? ¿Dónde se crearán? ¿Y qué significa esto para la movilidad social?
¿Cuáles son las fuerzas que dirigen la aplicación de las nuevas tecnologías? ¿Qué significa la revolución digital para el futuro del trabajo?
Y, ¿qué tipo de políticas pueden ser útiles para abordar estas cuestiones?
Si usted es un camionero, por ejemplo, y en unos cuantos años su trabajo se vuelve obsoleto debido a que los camiones ya no requieren de un conductor ¿qué significará esto para su movilidad social? ¿Será una movilidad ascendente o descendente? ¿Aumentará su formación y se convertirá en un trabajador cualificado? ¿O es más probable que inicie el descenso hacia el sector menos cualificado de los servicios? El peligro de esta transición es que desemboque en movilidad social descendente y, de hecho, en países como Estados Unidos vemos ya los primeros indicios de un vaciado de los trabajos asociados a la clase media y de la polarización del mercado de trabajo en los extremos superior e inferior del espectro. Este componente de la revolución digital es el que nos conduce a un problema político fundamental, que es el que abordaremos en la parte final de este artículo.
La política de la revolución digital
Cuando uno sigue los debates políticos contemporáneos pronto descubre que la economía digital es una discusión de moda. El adjetivo genérico “digital” se ha añadido a muchos conceptos políticos en los últimos años, pero más allá de su uso como etiqueta, lo cierto es que hemos asistido a muy pocos debates sustanciales sobre cuál debe ser la respuesta política integral a la amenaza del desempleo tecnológico. Como hemos dicho antes, no sabemos si algunas de las predicciones más sombrías acerca de la pérdida a gran escala de puestos de trabajo se materializarán, pero sí sabemos que los gobiernos necesitan estar preparados si es que llega a producirse, o ante una transformación sustancial del mercado de trabajo.
La actual discusión política se limita a la idea recuperada de una Renta Básica Universal (RBU), que deviene la piedra angular en todos los debates. La idea, por supuesto, no es nueva y ha tenido numerosas encarnaciones en las últimas décadas, todas ellas presentadas como la solución a problemas bastante diferentes. Lo que nos interesa aquí es simplemente si una Renta Básica Universal puede ser una solución al desempleo tecnológico a gran escala o a las perturbaciones del mercado laboral que se derivan de un cambio tecnológico acelerado. Cuando se analiza el problema en detalle resulta evidente que una renta básica no resuelve muchos de los problemas fundamentales. Más allá de la obvia cuestión sobre cómo financiar una RBU lo suficientemente elevada como para sustituir la necesidad de trabajar, hay otras varias razones para ello.
La primera es que la Renta Básica Universal reduce efectivamente el valor del trabajo a mera renta. Ganarse la vida es, por supuesto, un aspecto esencial del trabajo, pero los aspectos sociales también son fundamentales. El valor social que proporciona el trabajo es una fuente esencial de autoestima y da una estructura a la vida de las personas y a su papel en la sociedad.
Está también el peligro de la cicatrización. Si la gente sale del mercado de trabajo y vive de una renta básica durante un período prolongado de tiempo, la posibilidad de que vuelva a entrar en él se reduce mucho. Es muy probable que el cambio tecnológico acelerado convierta aún más rápidamente en obsoletas las cualificaciones existentes, de modo que será aún más fácil perder la capacidad de trabajar y quedarse estancado en una renta básica de manera casi permanente.
Esto suscita a su vez la cuestión de la desigualdad. Pagar a la gente una renta básica no elimina el problema fundamental de que en la economía digital algunas personas pueden tener un rendimiento extraordinario y otras muchas pueden quedarse rezagadas. Uno de los argumentos más a menudo utilizados es que si alguien quiere más dinero del que proporciona una renta básica puede simplemente trabajar unos cuantos días. Pero si el problema es el desempleo tecnológico, esta opción simplemente no es viable debido a la pérdida a gran escala de puestos de trabajo.
De este modo, la economía digital podría producir una nueva “clase baja” estancada en el nivel de la renta básica, y una “élite económica” que sería la que cosecharía el grueso de los beneficios, atendiendo a que las ideas para financiar la renta básica se basan normalmente en unos tipos impositivos lineales fijos y en la abolición de los servicios públicos básicos.
Una versión universal de la renta básica también representaría una mala adjudicación de unos recursos escasos. Tanto si se paga directamente como si se proporciona en forma de desgravación fiscal, es muy poco probable que todo el dinero que se haya pagado a las personas que realmente no lo necesitan pueda recuperarse mediante unos sistemas tributarios reformados, si tomamos como referencia la asignación de los sistemas tributarios actualmente existentes. ¿Y por qué un pago universal tendría que ser una buena solución para un problema concreto?
Finalmente, se plantearían unas cuantas cuestiones espinosas respecto a cuándo los inmigrantes cumplirían los requisitos para recibir la renta básica y, en el caso de Europa, cómo se compatibilizaría este sistema con la libertad de movimientos y las normas sobre la no discriminación de la Unión Europea. En muchos países, además, no sería fácil abolir los sistemas de pensiones actualmente vigentes –otro efecto de la renta básica–, dado que se basan en unos derechos jurídicos explícitos.
Fuente: Kris Arnold, “Drones Prohibited”, enero de 2016.
Por todos estos motivos, la renta básica no parece una respuesta política adecuada a la amenaza del desempleo tecnológico. ¿Qué respuesta podría serlo? Una agenda política basada en los siguientes cinco pilares podría ser una solución más general y flexible.
Primero, los sistemas educativos necesitan claramente adaptarse a las nuevas realidades económicas mejor de lo que lo han hecho hasta ahora. La educación no tiene que ser tanto la memorización de la información como la conversión en conocimiento de esta información, así como la enseñanza de las habilidades creativas, analíticas y sociales transferibles. Puede que las habilidades técnicas se vuelvan rápidamente obsoletas, pero la capacidad de ser creativo, de adaptarse y de desarrollar un aprendizaje continuo será siempre valiosa.
Segundo, si existe un desempleo tecnológico a gran escala, la reasignación del trabajo disponible tiene que ser un primer paso. No será seguramente la semana laboral de 15 horas que John Maynard Keynes imaginó para sus nietos, pero allí donde fuese posible, esta sería una política lógica y una primera herramienta reequilibradora.
Tercero, los decisores políticos deberían pensar en programas de garantía laboral que complementasen el mercado de trabajo normal. De esta manera, garantizar una actividad pagada surtiría efecto tras la pérdida de un puesto de trabajo tradicional; mantendría en activo a la gente y de este modo se podrían aprovechar sus habilidades. Si los gobiernos actuasen como “empleadores de último recurso”, se podrían evitar efectos-cicatriz y se fomentaría activamente la capacitación, siempre que la formación y la enseñanza de nuevas competencias fuesen un elemento esencial de la actividad garantizada.
Dado que un programa de este tipo disociaría el pago de una actividad del contenido de la misma, crearía una herramienta adicional de política pública para incentivar las actividades socialmente beneficiosas. Un trabajo garantizado podría, por ejemplo, ser utilizado efectivamente para actualizar y perfeccionar el sector de la asistencia sanitaria donde, de acuerdo con las actuales tendencias demográficas, se requerirán más recursos humanos en el futuro. También podría utilizarse para financiar localmente el deporte y otras actividades culturales, reforzando de este modo la cohesión social de las comunidades.
Este sistema de trabajo garantizado se gestionaría mediante una serie de diferentes intermediarios y de instituciones de gobernanza. No se trata de introducir una economía planificada. La idea se basa en la hipótesis de que incluso en el caso de que desaparezcan los trabajos tradicionales o que se entre en unas épocas de desempleo transicional nosotros, como seres humanos, no dejaremos de tener ideas sobre en qué tipo de actividad socialmente beneficiosa podríamos implicarnos activamente.
El cuarto pilar aborda la forma en que se podría financiar un programa así.Valdría seguramente la pena reconsiderar la fiscalidad, incluida la forma de ampliar la base tributaria, pero en última instancia esto sería insuficiente, distorsionador o ambas cosas. Si realmente acabamos en un mundo en el que la mayor parte del trabajo lo realizan los robots, la pregunta fundamental es: ¿quién es el propietario de los robots?
Esto nos lleva al quinto y último punto: la democratización de la propiedad del capital. Si los propietarios de robots son los ganadores en este “mundo feliz digital”, entonces cuantas más personas tuviesen participaciones en esta propiedad, tanto mejor. Esto podría ser válido a nivel individual y a una escala más amplia. A nivel de empresa, por ejemplo, modelos como el de la participación de los obreros en el accionariado de la empresa extendería la propiedad entre los asalariados, de modo que a nivel individual ya no dependerían exclusivamente de sus ingresos salariales.
A un nivel más general, podrían crearse vehículos financieros de un tipo especial para resocializar los rendimientos del capital. Podrían ser fondos de inversión públicos que funcionasen al estilo de las dotaciones a universidades, o fondos soberanos de inversión, que creasen nuevas fuentes públicas de ingresos que podrían luego utilizarse para contribuir a la financiación del trabajo garantizado.
La idea central de la renta básica se basa en un punto de vista social libertario. Para implementarla habría que individualizar muchos aspectos de nuestra vida diaria que actualmente están organizados de manera colectiva. El conjunto de políticas más arriba propuesto, por otro lado, no solo proporcionaría una protección eficaz frente a los potenciales inconvenientes de la revolución digital, sino que, al mismo tiempo, crearía herramientas para fortalecer a las comunidades y reducir la desigualdad.
Este artículo ha presentado una visión general sobre tres maneras consecutivas de abordar el cambio tecnológico (los cinco filtros a tener en cuenta; las repercusiones futuras en el trabajo; los cinco pilares de la política de la revolución digital). Necesitamos evaluar cuál es el impacto vital real de la tecnología antes de analizar sus efectos en los mercados laborales y lo que pueden hacer los gobiernos si la pérdida de trabajos a gran escala se convierte en un problema.
La revolución digital tendrá consecuencias diferentes en diferentes economías, por lo que es importante tener un enfoque estructurado que podamos utilizar para examinar todos los casos. El debate político solo acaba de empezar y en este artículo hemos defendido por qué una Renta Básica Universal sería una respuesta política equivocada, y qué conjunto de políticas alternativo podría proporcionar una mayor protección. El debate sobre cómo responder a la revolución digital en términos políticos, sin embargo, seguirá con nosotros durante bastante tiempo. Será uno de los debates fundamentales de la próxima década, y espero que los argumentos avanzados en este artículo sean una contribución interesante.
- N. del E.: La Ley de Moore es la predicción según la cual cada dos años, se duplicaría el número de transistores presentes en un circuito integrado, de manera constante y durante un período mínimo de 20 años. La ley fue anunciada en 1965 por Gary Moore, cofundador de la empresa de procesadores Intel, y ha estado vigente hasta la actualidad. http://www.intel.es/content/www/es/es/it-managers/moores-law-technical-evolution.html