Bertrand Badie
Profesor del Institut d’Etudes Politiques de París (Sciences Po)
e Investigador Asociado del CERI
Profesor del Institut d’Etudes Politiques de París (Sciences Po) e Investigador asociado del CERI
Nuestro mundo ha cambiado mientras nosotros, los europeos, seguimos apegados al modelo que nos permitió acceder a la modernidad y que considerábamos, de una manera más o menos consciente, un modelo eterno. Ese sistema, del que somos herederos y que ha sido calificado de «westfaliano» reúne tres características. En primer lugar, geográficamente, se circunscribió en un principio al Viejo Continente, experimentando una lenta pero progresiva extensión al continente americano –adscrito a la doctrina Monroe–, y que sumió en una cierta marginalidad a África y Asia. Funcionalmente, se basaba en el principio de soberanías yuxtapuestas, que le otorgaba una configuración interestatal rígida. En tercer lugar, este sistema suponía la implantación de un orden de la territorialidad que era atributivo de competencia y que confería a la frontera un significado absolutamente central.
Los actuales elementos de ruptura son profundos, y están íntimamente vinculados a la globalización; estos generan construcciones tan inéditas que requieren probablemente un cambio de vocablo: abandonamos la orilla de lo internacional para dirigirnos a la de lo intersocial. La globalización, en su actual presentación, se basa en gran parte en una revolución profunda de las tecnologías de comunicación que, por primera vez, han vencido realmente a la distancia, han trastocado los territorios, han desvitalizado las fronteras –que son incapaces de detener el paso de las ondas, de ideas y de información, particularmente a través de internet. Los gobernantes han perdido así sus privilegios, el ascendente internacional que los distinguía de los gobernados: los flujos intersociales se han convertido en banales relaciones transnacionales.
Los actores internacionales se encuentran así transformados en su identidad. Ya no se limitan únicamente a los estados: en lugar de los 194 estados soberanos internacionalmente reconocidos, el escenario internacional está ahora animado potencialmente por siete mil millones de personas, aisladas, agrupadas u organizadas. Cualquier acción individual se inscribe ahora en mayor o menor medida en un marco mundial. Toda organización estructurada (empresa económica, medio de comunicación, asociación sin ánimo de lucro, en particular las ONG) se mueve en un entorno más o menos globalizado en el que tiene potencialmente cada vez más influencia.
Las desigualdades controlan la esencia de la conflictividad mundial y son fuente de de violencia internacional
No ver esas mutaciones es eminentemente peligroso. Responder a los nuevos desafíos intersociales recurriendo a las viejas recetas internacionales condena la acción a la ineficacia y al fracaso. Construir o reconstruir el análisis de las relaciones internacionales en función de viejas claves nos condena a una interpretación errónea de lo que ocurre en el mundo. Se trata de una renovación de las prácticas: relaciones transnacionales, pero también nuevas rutas sociales de la diplomacia de estado, tratamiento de nuevos elementos en juego a través, en particular, de la promoción de la seguridad humana. Se trata también de la renovación de los análisis, de la consideración de una nueva conflictividad con raíces sociales, efectos destructores y anómicos del sufrimiento o de la miseria.