
Luc Rouban
Director de investigación en el CNRS, Cevipof-Sciences Po
Uno de los grandes temas políticos que más se ha desarrollado en Francia desde hace unos quince años y que ha centrado la atención con motivo de las elecciones presidenciales de 2017 es el de la oligarquía. La cuestión de la fractura social entre una oligarquía política, económica y social, por una parte, y el pueblo, por otra, ha servido para alimentar las tesis populistas que han inspirado a todos los candidatos en diverso grado. Se ha generalizado la idea de que la clase política o las élites económicas han pervertido o eludido la democracia. Por parte de la izquierda radical, Jean-Luc Mélenchon y su formación “Francia insumisa” propusieron modificar la Constitución para dar un mayor espacio a la democracia directa, a través de referéndum, o a la democracia participativa, movilizando a los ciudadanos. Pero la idea de volver al pueblo mediante la democracia directa también ha sido desarrollada en la extrema derecha por Marine Le Pen y el Frente Nacional. Incluso los candidatos de la derecha parlamentaria o de la izquierda socialista han denunciado a la oligarquía política y a los partidos tradicionales. Emmanuel Macron basó toda su campaña en el tema de la “renovación” política, reclutando directamente a los candidatos a las elecciones legislativas en la sociedad civil.
La cuestión de la oligarquía se ha situado por tanto de nuevo en el centro de los debates políticos en Francia, habida cuenta del muy escaso nivel de confianza que los franceses tienen en sus representantes electos: en diciembre de 2017, solo el 55% afirmaba confiar en el alcalde de su municipio, a pesar de que se trata de la personalidad política más respetada, y el 35% en su diputado (“Barómetro de la confianza política”, Cevipof, núm. 9, 2018). El nivel de confianza en los representantes electos se desplomó seriamente entre 2016 y 2017, lo que pone de manifiesto que la elección de Emmanuel Macron no ha resuelto la crisis de confianza en las élites políticas.
En el plano sociológico, el sistema de élites francés ha evolucionado sin embargo desde los años ochenta. Si bien el Estado sigue siendo en Francia un actor importante en la generación de las élites (así, el 40% de los directivos de las 80 empresas francesas más grandes proceden de la alta función pública), no es menos cierto que las élites se han diversificado y que resulta difícil demostrar la existencia de una clase dirigente integrada. Las empresas privadas son ahora mucho más atractivas que el Estado para una proporción cada vez más importante de estudiantes. Incluso los altos funcionarios se ven cada vez más tentados de integrarse en empresas privadas a lo largo de su carrera: diez años después de salir de la École Nationale d’Administration (ENA), el 35% de los miembros de los grandes cuerpos (Consejo de Estado, Tribunal de Cuentas, Inspección de Hacienda) se integraron en empresas privadas en los años 2000, frente al 17% en los años setenta.
El fracaso de los partidos políticos tradicionales y el freno a la profesionalización de los diputados ha consolidado el fenómeno oligárquico
La diversificación de las élites también se ha traducido en la profesionalización de los cargos electos. La aparición, a partir de la década de los ochenta, de una clase política profesional es un hecho innegable a escala nacional y local, al menos en las grandes ciudades y en los consejos regionales (ver “La démocratie représentative est-elle en crise?” de Luc Rouban, 2018). Las elecciones legislativas de 2017 hicieron surgir una nueva generación de diputados de la formación ‘La République En Marche!, de los cuales el 55% son novatos que no habían ostentando antes un mandato político. Sin embargo, paradójicamente, este recurso a la sociedad civil se ha traducido en una proporción todavía más importante de cargos electos de las categorías socioprofesionales superiores: como media el 68% de los diputados electos en 2017 proceden de estas categorías, frente al 53% en 2012. El fracaso de los partidos políticos tradicionales y el freno aplicado a la profesionalización de los diputados se ha traducido, por tanto, en una consolidación del fenómeno oligárquico.