
Cèlia Cernadas
Periodista, corresponsal de Catalunya Ràdio en EEUU
Hace quince años que llegaron los primeros prisioneros llegaron a la Base Naval de Guantánamo, Cuba. Concebida como una cárcel al margen de la ley para “combatientes enemigos”, Guantánamo se convirtió en símbolo de los abusos de la “guerra contra el terror” que lanzó la Administración Bush después del 11-S. Barack Obama ocupó la Casa Blanca en enero de 2009 con la promesa de cerrarlo. Una promesa que ha renovado año tras año y que obstáculos legales y políticos han frenado hasta hoy.
Como corresponsal de Catalunya Ràdio en EEUU visité Guantánamo a finales de octubre de 2016, pocos días antes de las elecciones presidenciales que ganó Donald Trump. Una visita estrictamente controlada por los militares, nuestra única fuente de información aquellos días. Y una oportunidad única.
En estos quince años, por Guantánamo han pasado casi 800 prisioneros. Desde la época Bush se han ido aprobando transferencias a terceros países, incluida España, de aquellos a quienes ya no se considera una amenaza. Al final del mandato Obama quedaban en ese recinto entre 40 y 50 reclusos. La mayoría viven en el Campo VI, donde cada detenido dispone de una celda con las comodidades básicas; en un espacio comunitario con televisión, comen y rezan juntos. Pudimos observarlos a través de un cristal y una reja. Muchos son de Yemen y Arabia Saudí. Se confeccionan turbantes con toallas. Llevan barbas largas.
En los últimos tiempos, los responsables de la Joint Task Force (JTF) de Guantánamo –un contingente de casi 2.000 efectivos que custodia la cárcel– han actuado en dos direcciones. Se preparaban para cerrar, pero mientras la orden no se hiciera efectiva, planificaban el futuro: renovando instalaciones para trasladar la clínica, o construyendo una cafetería. “Nosotros ejecutamos órdenes, sean cuales sean”, nos decían.
En Guantánamo nadie pronuncia la palabra tortura. El ambiente es calmado y “no se maltrata a nadie”, insistían los altos mandos de la JTF. El famoso mono naranja, que identificaba a los presos conflictivos, ha desaparecido del Campo VI. El problema, dicen, es cómo los medios explican la historia. Pero todavía hay detenidos que se declaran en huelga de hambre. Lo que el jefe médico de la base denomina “ayuno no religioso”.
Al margen de la imagen de Guantánamo que el Pentágono quiera proyectar al mundo, el problema de fondo persiste. Muchos detenidos llevan allí años sin que nunca se hayan presentado cargos contra ellos. Se ha institucionalizado la figura del “preso para siempre”: hombres a quienes se considera demasiado peligrosos para liberar, pero a quienes no pueden procesar –en Comisiones Militares que organizaciones de derechos humanos consideran ilegítimas– por falta de pruebas.
Y queda el núcleo duro de presos, una decena, confinados en el secretísimo Campo VII, de ubicación desconocida dentro de la Base Naval. Entre ellos, el pakistaní Khalid Sheikh Mohammed, a quien EEUU considera el cerebro del 11-S. El Congreso ha vetado el uso de fondos federales para trasladarlos a suelo norteamericano y procesarlos en tribunales ordinarios. Parece una situación sin salida. Y el nuevo triángulo republicano –Casa Blanca, Cámara de Representantes, Senado– no ha dado señales de querer buscar soluciones. Mientras, la cárcel de Guantánamo cuesta más de 400 millones de dólares al año.
Mientras Guantánamo acoja presos sin ningún derecho jurídico, continuará siendo un vergonzoso episodio para EEUU
Hoy, entre los restos abandonados del famoso Campo X- Ray, adonde llegaron los primeros presos encadenados, crece la vegetación caribeña. Cuesta creer que junto a McDonald’s, campos de deporte y la tienda de souvenirs de la Base Naval se encuentre el que ha sido uno de los centros de tortura más infames del mundo occidental. Guantánamo ha cambiado en la última década. Pero mientras allí queden presos sin ningún derecho jurídico, continuará siendo un vergonzoso episodio en la historia de EEUU.