
Celia Murias
Investigadora del Grupo de Estudios Africanos GEA-UAM y editora de Africaye.org
La remarcable capacidad de organización y movilización de las africanas no es algo nuevo. Históricamente, las mujeres han tenido un enorme peso en el activismo del continente, tanto en la incidencia política por el acceso a las instituciones como en las movilizaciones comunitarias. Son claros ejemplos de ello las históricas manifestaciones contra el régimen del apartheid sudafricano —como la histórica marcha de mujeres contra el sistema de pases que limitaba la movilidad de las mujeres negras—, la lucha directa y la participación en el liderazgo de la resistencia anticolonial —como Joshina Machel en Mozambique— o su lugar preeminente en la promoción de la participación política global de las mujeres en las décadas que siguieron al final del colonialismo.
Uno de los mayores escollos con los que se enfrentan las activistas es el tabú social y la estigmatización asociada a la violencia sexual
En el plano institucional, en 2018 se han cumplido quince años de la adopción por parte de la Unión Africana (UA) del Protocolo de Maputo, el protocolo adicional a la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos, específico para la promoción y protección de los derechos de las mujeres y las niñas, uno de los más progresistas del mundo. Las activistas se han afanado en visibilizar esta fecha, con vistas a presionar a los gobiernos de los catorce países que aún no lo han firmado —Botswana, Egipto y Marruecos— o bien ratificado —Burundi, República Centroafricana, Chad, Eritrea, Madagascar, Níger, República Árabe Saharaui Democrática, São Tomé y Príncipe, Sudán del Sur, Somalia y Sudán—, reclamándoles su implementación efectiva y una dotación económica para ello. El protocolo está siendo fundamental para vertebrar las reclamaciones sobre violencias sexuales y de género como la mutilación genital femenina (prohibida recientemente en Sierra Leona), los matrimonios infantiles, los derechos de acceso a salud y reproductivos o la adopción de medidas contra la impunidad.
Uno de los mayores escollos para las activistas es el tabú social y la estigmatización asociada a la violencia sexual. Con la finalidad de exponer públicamente la dimensión del problema y facilitar espacios de intercambio, han surgido campañas de recogida de testimonios y denuncia en países como Nigeria, o más recientemente, Senegal, en donde la iniciativa #Nopiwouma —no me callaré— habilitó un espacio online en el que recoger las experiencias de acoso y agresión, organizando también manifestaciones y trabajando para expandir estos espacios más allá de la esfera de internet.
En 2018 han tenido lugar también varias manifestaciones que representan hitos en sus respectivos países. En Uganda, el secuestro y asesinato de al menos 43 mujeres —con signos de violencia física y sexual— provocó protestas y acciones que duraron semanas, denunciando la normalización de la violencia sexual y basada en el género, y la inacción del estado y las fuerzas de seguridad. Esto culminó en una gran manifestación en la capital, Kampala, el 30 de junio. Mediante los hashtags #WomensLivesMatterUg y #WomensMarchUg la movilización hizo uso de un amplio activismo digital para visibilizar sus demandas y crear redes con otras feministas a nivel regional.
Pero es quizás el caso de Sudáfrica —uno de los países con mayor incidencia de violencia sexual— el que ha sido más relevante durante el año. Las activistas escogieron el 1 de agosto —que abría el Mes de la Mujer en el que se conmemoraba la citada marcha contra el apartheid— para organizar una huelga que se extendió por todo el país y también a países vecinos, bajo el lema #TheTotalShutDown, mi cuerpo, no tu escena del crimen. Mediante su articulación en 24 demandas —#24demands— se exigió la implementación de una estrategia integrada con medidas concretas, como la creación de un Plan Nacional contra la Violencia sexual y basada en el género, la formación de profesionales sanitarios, legales y de las fuerzas de seguridad en diversidad de género, atención a las supervivientes y sensibilización, o la creación de mecanismos concretos de seguimiento.
Los movimientos de estos últimos años nos están mostrando su creciente carácter interseccional, mediante una visión amplia de los sujetos de derechos, como la comunidad LGBTIQ, personas no binarias, o los colectivos de trabajadoras sexuales, que están en el centro de la propia organización, como en los casos ugandés o sudafricano. También debemos destacar el alcance regional de estas redes, a través de la organización de encuentros estratégicos y campañas de denuncia y solidaridad. Como se hace evidente, el ciberactivismo es una herramienta fundamental, lo que las convierte en movimientos conectados a los activismos digitales globales, articulados en sus propios términos.