
Oriol Puig
Investigador, CIDOB
En los últimos años, la región del Sahel se encuentra en el foco político de Europa. La zona situada entre la sabana africana y el desierto del Sáhara aúna los principales desafíos de la agenda actual europea: terrorismo, migraciones y cambio climático. En parte, porque la guerra en Libia del 2011 desestabilizó la región, provocando la proliferación de grupos armados de toda índole. La voluntad europea de construir una fortaleza cada vez más lejos de sus fronteras para impedir la llegada de migrantes, otorgó al territorio la condición de “frontera avanzada de la UE”, según sus dirigentes. Los efectos del calentamiento global, además, agravan la vulnerabilidad de una región que se encuentra entre las más pobres del planeta, con una actividad económica y social muy supeditadas a la climatología. El Sahel se presenta como amenaza latente para Europa, ejemplo paradigmático de la vinculación entre cambio climático-pobreza-conflicto y migraciones. Pero, ¿hasta qué punto estos nexos están justificados? ¿Qué papel juegan las políticas europeas en todos ellos?
Es innegable que la dependencia de la lluvia por parte de las poblaciones sahelianas, dedicadas básicamente a la agricultura, la ganadería y el pastoreo, influye en la fragilidad de la zona, pero el hambre que azota a millones de personas en la región no es un fenómeno exclusivamente meteorológico, sino también político, provocado por sistemas extractivos, o por imposiciones de ajustes estructurales o especulaciones en el precio de alimentos básicos, entre otros. Lo mismo sucede con los conflictos violentos, presentados como levantamientos espontáneos de grupos terroristas o luchas étnicas sobre recursos escasos. Algo similar ocurre con las consecuencias del cambio climático, evocadas frecuentemente como fenómenos exclusivamente medioambientales despojados de factores políticos que los provocan, mitigan o perpetúan. Estos argumentos neomalthusianos, demasiado simplistas, esconden intereses geopolíticos, agravios históricos y análisis erráticos de quienes un día fueron colonizadores del territorio y, en ocasiones, siguen actuando como tales.
Durante siglos, la región se ha concebido desde la externalidad, sobre todo europea, hecho que ha marcado el devenir de sus poblaciones al son de simples perspectivas top-down basadas en seguridad y desarrollo, sinónimos ahora de contención. Actualmente, la UE busca combatir el terrorismo con intervenciones militares que, lejos de lograr su objetivo, atienden al empeoramiento paulatino de la inseguridad. Asimismo, los organismos comunitarios dicen luchar “contra las raíces profundas de la migración” en este lugar de tránsito hacia el Mediterráneo, priorizando la securitización y un supuesto desarrollo que, de llegar, tampoco detendría los flujos. De hecho, más desarrollo provoca más migraciones, según demuestran los estudios sobre el tema, pero aún así, la UE sigue promoviendo un Plan Marshall para África que aplaque la movilidad y mantenga su influencia, aún consciente de que la mayoría de desplazamientos se dan en el interior del continente.
Urge reconfigurar las políticas europeas y repensar la zona con la implicación de las poblaciones que la habitan
Ante este contexto, urge reconfigurar las políticas europeas, revisar sus aproximaciones, ineficaces y contraproducentes, y repensar la zona con la implicación de las poblaciones que la habitan. Europa puede afirmar que las medidas de gobiernos africanos se deciden en ejercicio de su plena soberanía, y no miente. Pero obvia la inequidad de relaciones y la dependencia de las administraciones sahelianas a sus designios, en materia militar, financiera y política. Sin eximir de responsabilidad a las élites locales, que durante demasiado tiempo se han lucrado de sistemas de explotación sobre sus propias gentes y del mercadeo de productos y personas, ha llegado el momento en que la UE enmiende su estrategia, de balance paupérrimo en cuanto a la lucha contra el terrorismo y el freno de migraciones. Los desplazamientos continúan, pero de manera más clandestina y peligrosa; y el Sahel asume costes sociales y políticos que incrementan su inestabilidad al taponar rutas históricas de tránsito y recetar más rearme contra la violencia.
La situación actual es fruto de un diagnóstico cortoplacista, interesado y erróneo sobre la intervención internacional del 2011 en Libia. Entonces no se calcularon bien las repercusiones políticas, sociales y securitarias de la caída de Muammar al-Gaddafi, ni los riesgos que suponía para Europa y, si se hizo, fue solo en base a rendimientos políticos o económicos de la industria armamentística. De esos barros estos lodos, cada vez más enrevesados, en los que impera una reflexión profunda de la UE para salir lo más indemne posible, consciente también de que en las arenas del desierto crece un sentimiento antieuropeo fruto de actitudes pasadas y actuales, que otros están dispuestos a aprovechar.