
Fidel Ernesto Narváez
Profesor de Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho en la Universidad Nicaragüense de Estudios Humanísticos (UNEH)
Nicaragua ha consolidado en el último año un concepto que es de suma importancia para conocer la realidad y la prognosis política que pueda hacerse sobre este país centroamericano; se trata del concepto de vivir en Revolución. Esta acepción ha sido bastante difundida tanto desde los órganos de comunicación y campaña del partido gobernante, como desde la red de intelectuales que pretenden dar consistencia teórica e ideológica a dicho concepto. Una consistencia que radica esencialmente en manifestar continuamente que vivir en Revolución es diametralmente opuesto a vivir en democracia, en tanto que el primero es el nuevo valor nacional que permitirá corregir los efectos de la corrupción partidaria de los años noventa, que fueron onerosos para el presupuesto, y dañinos para la imagen internacional y la confianza de la población en el sistema de partidos.
Frente al paradigmático escenario que se abrió con la Revolución Popular Sandinista en la década de los ochenta y la crisis de los partidos tradicionales que el triunfo revolucionario evidenció, la democracia participativa parece haber sufrido en Nicaragua una debilidad que se vio acrecentada en las continuas crisis socioeconómicas y de gobernabilidad que se suscitaron durante los dieciséis años posteriores a la pérdida del poder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1990. Todo parece indicar, entonces, que este concepto es la respuesta, y a la vez la propuesta, que en materia político-partidaria ha calado en la sociedad nicaragüense, una sociedad que demuestra su apatía y falta de credibilidad en el sistema binario de gobierno-oposición que genera la democracia occidental. Todo ello alimentado por el discurso de que el combate a la pobreza es más prioritario que los derechos tradicionalmente liberales e individuales, sin que esto signifique, cabe decir, fortalecer estructuralmente los derechos sociales y comúnmente asignados a la izquierda.
Durante la última década el concepto de vivir en Revolución ha servido de sustento de gobernabilidad para el FSLN
Al contrario, la política salarial, de exención fiscal a la gran inversión privada y la demonización de las propuestas económicas de índole redistributiva son un ejemplo de la ambigüedad o maleabilidad con que opera este concepto.
Durante la última década en Nicaragua, el concepto de vivir en Revolución ha servido de sustento de gobernabilidad para el FSLN, pero ello ha requerido no solo una reformulación teórica y comunicativa sino también un creciente verticalismo y jerarquización de las decisiones, hasta las más domésticas, en materia política y económica. Esto por su parte podría tener serias consecuencias negativas en tanto que todo verticalismo decisional y político evidencia el incremento del tráfico de influencias, el trato de favor y la fragilidad de un gobierno que necesita de forma constante el apoyo, tanto del nuevo como del tradicional capital empresarial —este último, si cabe, más influyente que antes—. En este sentido, el verticalismo decisional no solo opera en el espectro político más puro, sino también en el económico empresarial, en tanto que los pactos de gobernabilidad público-privado son una arista, quizás la más tecnocrática y menos social, del término vivir en Revolución.
Desde el año 2006 surgió la posibilidad de trabajar en la lógica de un partido omniabarcante, pero desde un discurso más emotivo y alejado de las tesis de la ortodoxia marxista que caracterizaron los años ochenta y la ortodoxia del consenso de Washington de los años noventa. De tal modo que se trabajó en integrar en el discurso nacional la narrativa del amor, Dios, el cristianismo, la reconciliación, el socialismo, la paz y el porvenir, como ejes centrales de propaganda que permiten una ductilidad política que atrae a partidos minoritarios que habían quedado relegados del juego democrático participativo, que muchas veces, tal como le demuestra la experiencia de la región, tendía al bipartidismo.
En conclusión, podría afirmarse que esta doctrina política que se vive en Nicaragua ha servido para una década de estabilidad de la presión social en el país, pero no garantiza, a raíz de lo que sucede con los movimientos sociales en Honduras, Guatemala o la región latinoamericana, que la relación de simbiosis capital-gobierno y el concepto, a veces artificioso, a veces funcional, de vivir en Revolución pueda mantenerse durante más tiempo. El período de ruptura y crisis está por venir.