Javier Solana
Presidente del Center for Global Economy and Geopolitics de Esade (EsadeGeo) y Presidente de Honor de CIDOB
Este año se cumplirá el vigésimoquinto aniversario de la Conferencia Euromediterránea. La cumbre fundacional, que me tocó presidir y que culminó en el lanzamiento del Proceso de Barcelona, no estuvo exenta de dificultades. En el momento de la reunión, Israel estaba conmocionado con el reciente asesinato del primer ministro Yitzhak Rabin, Siria mantenía la ocupación de Líbano, y Argelia estaba en plena guerra civil y mantenía relaciones muy tensas con Marruecos.
Incluso la reunión en sí, que era el primer encuentro multilateral no dedicado al proceso de paz en el que Israel y Palestina participaban en pie de igualdad, empezó con complicaciones. La preparación se había hecho con Shimon Peres, que dejó la cartera de Exteriores al heredar el puesto de Rabin. Así pues, fue finalmente Ehud Barak quien acudió a Barcelona, en su primer desplazamiento como ministro de Exteriores tras ser nombrado apenas días antes.
A pesar de todas las trabas, e imbuidos de buena voluntad, conseguimos lo imposible: crear un espacio de diálogo que reunía en su seno, por primera vez, a prácticamente todos los Gobiernos del espacio mediterráneo. Nos despedimos con grandes esperanzas de crear una región del Mare Nostrum más próspera y más integrada.
Desde entonces, el descarrilamiento del proceso de paz entre Israel y Palestina, las revoluciones fallidas de las Primaveras Árabes, una desigualdad acuciante y la crisis migratoria son solo algunos de los eventos que han ido resquebrajando la confianza construida en la ciudad condal hace un cuarto de siglo. Ni siquiera la cumbre de París del 2008, que impulsó el presidente francés Nicolas Sarkozy, y que resultó en una reforma total del Proceso de Barcelona y en la creación de la Unión por el Mediterráneo, fue capaz de revitalizar los esfuerzos iniciales por la paz y la prosperidad compartidas.
La labor que lleva a cabo la Unión por el Mediterráneo es encomiable, y también debemos ensalzar el entusiasmo de la sociedad civil mediterránea –con especial mención a la Fundación Anna Lindh y a la Fundación Tres Culturas– en su promoción del diálogo intercultural. Sin embargo, estas iniciativas no han bastado para hacer frente a los principales problemas a los que se enfrenta la región.
El actual ritmo de deterioro medioambiental es insostenible, y también la enorme desigualdad
Si parásemos al azar a ciudadanos en cualquier lugar “desde Algeciras a Estambul”, y les preguntásemos cuál creen que es el mayor desafío acechando a la cuenca mediterránea en la actualidad, cabría esperar que las respuestas más frecuentes fueran los flujos migratorios, los conflictos en Libia y Siria, la cuestión palestina y, en los tiempos que corren, la severa crisis económica causada por la pandemia de la covid-19.
Es probable que pocos citasen el cambio climático. Sin embargo, no solo es un problema trascendental, sino que actúa de catalizador de muchos otros. Un estudio encargado por la Unión por el Mediterráneo demuestra que la temperatura en el conjunto de países a orillas del Mediterráneo aumenta un 20% más que la media global, y que el abastecimiento de agua dulce peligra para 250 millones de personas.
Ya sea en Barcelona o por videoconferencia, los ministros de Asuntos Exteriores de los cuarenta y tres Estados miembros de la Asociación Euromediterránea se reunirán a finales de noviembre para conmemorar el 25 aniversario del Proceso de Barcelona. La hora será grave, con una pandemia en curso y una economía extremadamente maltrecha. El coronavirus nos insta a unir fuerzas ante un enemigo común, invisible y minúsculo, pero no por ello menos destructivo.
La Unión Europea se contentó con mirar hacia el sur bajo un prisma de seguridad durante la crisis migratoria. Si ya existía una imperiosa necesidad de revisar este enfoque, el coronavirus nos ha traído una abrupta y profunda crisis que requiere una solución compartida, para la que urge afianzar los lazos de cooperación con todos nuestros vecinos.
Además de detener la caída, deberemos procurar que la recuperación no se produzca a expensas de la lucha contra el cambio climático, al que los países mediterráneos son tan vulnerables. El actual ritmo de deterioro medioambiental es insostenible, y lo mismo puede decirse de la enorme desigualdad –entre países y dentro de los mismos– que afecta a nuestra región. Ni todos los problemas colectivos, ni todos los conflictos sociales, podrán resolverse a la vez. En cualquier caso, si queremos garantizar una mayor estabilidad y prosperidad en la cuenca mediterránea, haremos bien en apostar por una estrategia más coordinada, holística, y orientada al largo plazo.