Ivan Krastev
Presidente del Centre for Liberal Strategies (Sofia), e investigador del Institute for Human Sciences, IWM, Viena
“He visto el futuro y funciona”, escribió el periodista radical estadounidense Lincoln Steffens a su regreso de la URSS en 1919. Aquel año Rusia era un lugar horrible, por lo que cabe preguntarse qué futuro había visto Steffens. Sin embargo, su comentario captura la característica esencial de todo momento decisivo en la historia, cuando la noción colectiva de lo que es posible se transforma espectacularmente.
Ahora que el coronavirus ha dado al traste con las certezas de la gente, se podría imaginar que EEUU saliese de la pandemia con un sistema de salud público nacionalizado, o que súbitamente China adelantara a EEUU como gran potencia, o que Vladímir Putin perdiese el poder en Rusia, o que las fronteras entre los estados miembros de la UE no vuelvan a abrirse nunca; o todo lo contrario, que los Estados Unidos de Europa devengan una realidad. Hoy podemos imaginar cualquier cosa, ya que lo inimaginable –una pandemia capaz de desestabilizar nuestro planeta– ha tenido lugar. También ahora, los activistas del clima imaginan que un planeta con pocas emisiones de CO2 es posible, mientras que los populistas de derechas aspiran tener sus fronteras cerradas para siempre. Ha bastado tan solo un virus para que vivamos en un mundo en el que algunas de nuestras instituciones fundamentales están en suspenso y nuestros valores básicos son severamente cuestionados. Es este un nuevo mundo infectado de incertidumbre, en el que la UE está en hibernación, ya que los ciudadanos han buscado refugio en sus estados-nación.
También la democracia está en standby, con el estado de emergencia instalado en estados miembros de la UE, del mismo modo que el capitalismo parece haber quedado temporalmente en espera. La economía global atraviesa una crisis más devastadora que la Gran Recesión de 2008-2009. La pandemia provocará la mayor reasignación de trabajo desde la Segunda Guerra Mundial y, en muchas áreas, los gobiernos están tomando el control de los mercados con el beneplácito de las empresas y la población.
La cuestión es, ¿cuánto tiempo tarda lo temporal en volverse permanente y lo extraordinario en volverse irreversible? La incertidumbre actual es inconmensurable. Es imposible sopesar los costes y beneficios de medidas como el “distanciamiento social” o el confinamiento total. No está nada claro cómo funcionará el distanciamiento social. Ni qué será más destructivo para una sociedad, si la rápida propagación del virus o el cierre de la economía. Gestionar el riesgo es la tarea habitual de los gobiernos democráticos, pero tratar tal volumen de incertidumbre es algo radicalmente distinto. Independientemente de la naturaleza del régimen político, la única forma de gobierno imaginable en tiempos de incertidumbre knightiana (por como la describe el economista Frank Knight en su libro de 1921, Riesgo, Incertidumbre y Beneficio), es una forma de dictadura.
¿Cuánto tiempo tarda lo temporal en volverse permanente y lo extraordinario en volverse irreversible?
En un momento como este, sería absurdo culpabilizar a los gobiernos democráticos por tomar medidas extraordinarias y por implementar un estado de emergencia, pero es clave que distingamos entre la instauración de este último como una solución para salvar la democracia de cuando se convierte en un instrumento para acabar con ella.
En un reciente artículo titulado “El estado de excepción en la tradición anglo-americana”, los filósofos de la política Ira Katznelson y Ewa Atanasov sugieren cuatro principios que pueden contribuir a establecer esta distinción, y que pueden ayudarnos a contestar la pregunta: ¿cuál es la probabilidad de que el actual deslizamiento hacia el autoritarismo perdure incluso una vez que la amenaza de la pandemia empiece a remitir?
En primer lugar, es fundamental que siempre que sea posible se insista en la diferencia entre una acción temporal y una política permanente. En segundo lugar, ni los líderes ni las instituciones deberían estar exentos de ser fiscalizados por un periodo indefinido. Tercero, las decisiones políticas adoptadas para anticiparse y responder a las exigencias de la seguridad deberían estar regidas por criterios de prudencia y definiciones de necesidad. A este respecto, la razón y el sentido común deben aprobar el acto particular.
Y, finalmente, hay que preservar un espacio para los juicios retrospectivos y de la evaluación a posteriori. En una crisis como esta, en la que la supervivencia misma de la sociedad está en juego, sería insensato culpabilizar a los líderes políticos por invocar poderes extraordinarios, pero el trágico fracaso de la política exterior de EEUU después del 11-S debería ponernos en alerta sobre lo imprudente que resulta no hacer el necesario escrutinio a cómo los gobiernos optan por salir de las crisis.