CRISTINA BARRIOS,
Analista sénior, Instituto de Estudios de Seguridad de la Unión Europea (EUISS)
* El análisis y las opiniones reflejadas en esta contribución son estrictamente personales y no podrán considerarse de ninguna manera como posición oficial de la Unión Europea
África: aún al margen del mundo. Así continuamos viendo a este continente, aunque sea un actor central en las relaciones internacionales por su contribución a los mercados mundiales de materias primas, sus tasas macroeconómicas de crecimiento, y su potencial geográfico y humano. Es también el continente más joven del planeta y por ello clave en las futuras tendencias demográficas del planeta. Como complemento a lo que pueden hacer los países occidentales y China, responsables máximos de la polución, la conferencia COP21 ha confirmado que África es la alternativa para prevenir el cambio climático y preservar un medio ambiente que el mundo necesita. Sin embargo, desde Europa seguimos viendo África como una cuna de violencia y de pobreza que llega a nuestros hogares ya no solo por la televisión, sino con rostros concretos y miradas desesperadas a causa de la crisis del terrorismo y la emigración. En general, el continente africano se conoce poco y mal: por ejemplo, desde hace años y de nuevo en 2015, ninguno de los principales periódicos de España tiene corresponsales permanentes en el continente, y la investigación en centros de pensamiento suele ser muy limitada y enfocada al desarrollo.
Mientras el proceso electoral de Nigeria representa el vaso lleno del panorama electoral en África en 2015, el vaso vacío lo representa Sudán, donde está bien viva la represión de movimientos juveniles y estudiantiles, y la restricción de las libertades
Quizás por ello, las preocupaciones europeas y las noticias “en caliente” parecen poder resumir el 2015 africano en base a tres tendencias: la extensión de la radicalización y el yihadismo, sobre todo en la zona del Sahel y el cuerno de África; la continuidad de la inestabilidad política; y la sangría migratoria que atraviesa el Mediterráneo desde Libia, que ha constituido la mayor crisis de refugiados y emigrantes que ha conocido Europa en décadas. Estas tendencias existen, y han sido confirmadas por ataques terroristas (por ejemplo en Bamako, Malí), nuevas tentativas de golpe de Estado (por ejemplo, en Burkina Faso) y por los inquietantes datos cedidos por la Organización Internacional para las Migraciones acerca de la circulación con origen en Eritrea o del tránsito a través de Níger.
También solemos incluir a África en los balances sobre la cooperación internacional para el desarrollo y en ese sentido destaca la adopción en septiembre de 2015 por parte de la ONU de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Los ODS reúnen nada menos que 169 metas vinculadas a 17 objetivos, entre los que destacan los clásicos de “reducción de la pobreza” y “hambre cero” (aún por lograr) y un “objetivo 16” dedicado a la promoción de sociedades pacíficas, inclusivas, con justicia para todos e instituciones eficaces. Sin lugar a dudas, los objetivos y el trabajo que estos implicarán en los próximos años y décadas deberán centrarse en los países africanos, relegados salvo excepción en la mayoría de los indicadores económicos y de igualdad.
Sin embargo, el día a día de la mayoría de los africanos no se centra necesariamente en la perspectiva que tienen los europeos o en las políticas macroeconómicas propugnadas desde las principales organizaciones financieras internacionales. Este artículo pretende complementar estas perspectivas y llevar al lector a la historia “hecha en África” durante los últimos doce meses. Nos fijaremos en la actualidad política del continente, marcada por incidentes de variada repercusión; desde el derrumbamiento de un régimen a la muerte de un presidente en ejercicio de su cargo, así como los comicios que se han producido. En este sentido, 2015 fue un año electoral clave en África y se prevé que también lo sea en 2016.
Mientras en otras partes del mundo las convocatorias a las urnas quizás se han convertido en algo banal, en el continente africano todavía son noticia–y no solo por los datos de la fecha del evento y de su resultado–, sino por los procesos previo y posterior a las elecciones. Tal vez se debe a que se identifica con lugares donde la democracia, y un proceso clave en ella como son las elecciones, todavía tiene algo de novedoso. En primer lugar, presentamos el contexto del año electoral africano 2015 con una exposición actual del “estado de la democracia” en África en 2015, para dibujar el paisaje y comprender por qué es en efecto importante saber más sobre las elecciones en el continente. A continuación, el artículo se detiene en los casos más relevantes de 2015, ilustrando la múltiple realidad de los procesos electorales en la región e incluyendo países como Nigeria, Burundi, Sudán, Zambia o Togo. La tercera y última parte propone un análisis y conclusiones sobre el controvertido tema de las elecciones, que muchos no ven como una solución para África, pero que no debe tampoco considerarse como un problema.
Elecciones africanas 2015: ¿Vaso medio vacío o medio lleno?
En Nigeria existe un refrán que se traduciría como “algo mejor es imposible, pero algo peor tampoco es posible”, y que podemos aplicar a las elecciones que tuvieron lugar en este país en marzo de 2015. Nigeria rivaliza con Sudáfrica como primera potencia económica del continente. El candidato de la oposición Muhammadu Buhari ganó las elecciones y hubo reconocimiento y transferencia de cargos –sin violencia– del perdedor presidente en ejercicio, Goodluck Jonathan. Se temió mucho que ambos bandos mostraran su frustración si perdían, y que se llegara a la violencia en varias ciudades y estados nigerianos, ya que existen muchas bandas criminales y grupos paramilitares afines a ambos candidatos, así como intereses económicos relacionados con el control territorial de las zonas petrolíferas, y un triste legado de golpes de Estado y violencia postelectoral. Afortunadamente se evitó que la polarización entre Buhari “musulmán y del norte” y Jonathan “cristiano y del sur” se degradara en una confrontación contra las autoridades federales o locales. Nigeria ha salido por lo tanto consolidada de este proceso electoral, aunque es cierto que Buhari es un militar que ya había gobernado el país (de forma muy autoritaria) tras dar un golpe de Estado en 1983, y está tardando meses en encontrar el consenso necesario para formar gobierno y en limar las dificultades para que el ejército luche eficazmente contra la secta Boko Haram (también conocida últimamente como Estado Islámico de África Occidental). Sin embargo, en conjunto y en este caso, podemos afirmar que el proceso electoral de Nigeria representa el vaso lleno del panorama electoral en África 2015.
Zambia celebró elecciones en enero, en un proceso considerado libre y democrático, sin violencia, aunque la participación no fue muy elevada y el presidente Edgar Lungu tendrá que pasar por nuevas elecciones en 2016. En Tanzania hubo elecciones en octubre; fueron pacíficas, y los analistas coinciden en que mostraron un nivel de democracia saludable: el presidente no se volvía a presentar y la oposición se agrupó para desafiar al partido que lleva 54 años en el poder. Aunque dicha formación volvió a ganar y hubo irregularidades manifiestas en Zanzíbar, este se puede designar como otro caso de vaso claramente medio lleno.
Por el contrario, el vaso vacío lo representa, desde luego, Sudán, donde está bien viva la represión de movimientos juveniles y estudiantiles, y la restricción de las libertades (incluyendo los medios de comunicación). La ligera brisa democrática que había soplado en Nigeria fue rebatida con un viento ardiente y totalitario sudanés con las elecciones celebradas allí en abril: una farsa de la que la oposición se retiró y recomendó boicotear. Después de 26 años en el poder, Omar el Bashir ganó de nuevo por arrasadora mayoría, consolidando el poder con un círculo de unas 50 personas que prácticamente controlan todo el país. En Etiopía las elecciones de mayo también vieron aún más solidificado el régimen de partido único –la oposición tenía un escaño en el parlamento nacional en 2010 y lo ha perdido en 2015, y de 1987 escaños en parlamentos regionales solo logró salvar tres–. La comunidad internacional, que suele observar las elecciones, no criticó mucho el caso etíope, pues el país se considera un aliado clave en la estabilización del Cuerno de África, e incluso las críticas a Sudán fueron tenues, como mostró la declaración de la Unión Africana valorando los resultados.
Ahora bien, las elecciones más preocupantes fueron las de Burundi, celebradas en julio, en las que el presidente Nkurunziza decidió presentarse –de forma muy controvertida– para un tercer mandato. Sin lugar para sorpresas, ganó, ya que la oposición se apartó al considerar ilegales unos comicios en los que el presidente volviera a presentarse. Desde entonces, el país ha entrado en una espiral de desestabilización y 2016 empieza con riesgo de violencia de tintes étnicos y repercusiones en toda la región de los Grandes Lagos.
Con todo ello, puede afirmarse que la mayoría de las elecciones en África 2015 han ilustrado situaciones ambivalentes: en las que el vaso puede verse medio vacío o medio lleno. En la mayoría de los casos han consolidado a los que estaban en el poder antes de los comicios. Por ejemplo, en Togo volvió a ganar el presidente Faure Gnassingbe, que en el pasado había cambiado la ley para poder volver a presentarse una tercera vez. La oposición estaba dividida y tampoco ayudó la polarización geográfica y religiosa que enfrenta de forma cada vez más radical a diferentes bandos en el país. En Benín hubo elecciones parlamentarias cuyos resultados se consideraron globalmente creíbles, a pesar de algunas deficiencias técnicas. En cualquier caso, hay que mantenerse atentos a las elecciones presidenciales que se avecinan en 2016 y en las que el presidente Boni Yayi se ha comprometido a no buscar un tercer mandato. En Guinea Conakry el presidente Alpha Conde ganó su reelección en la primera vuelta en octubre (aunque con protestas de la oposición) y, en principio, seguirá gobernando cinco años más. También en octubre salió reelegido Alassane Ouattara en Côte dIvoire –debemos recordar que el escrutinio de 2010 llevó a este país al borde de la guerra civil provocando más de 3.000 víctimas, y que el “perdedor” de entonces, Laurent Gbagbo, sigue pendiente de juicio en el Tribunal Penal Internacional de La Haya. Todos estos países sufrieron tensiones preelectorales y han suscitado las críticas hacia sus democracias, en las que el presidente aglutina el poder: se personaliza la política y se dificulta la alternancia, y los poderes judicial y legislativo no logran equilibrar al ejecutivo.
Por último, el año electoral africano también ha sido protagonizado por dos países que se han encontrado en situación de vacío de poder. Por un lado, Burkina Faso eligió un nuevo presidente de forma pacífica a finales de noviembre, después de un año muy difícil que había transcurrido desde el desalojo de Blaise Compaore (presidente durante 27 años) en octubre de 2014 hasta una tentativa de golpe de estado en otoño pasado. Por otro lado, en la República Centroafricana se celebró también pacíficamente la primera vuelta de elecciones presidenciales de la transición, pero este estado sufre unas carencias estructurales crónicas y la paz es aún muy frágil. Mientras que el nuevo presidente burkinés podrá empezar un mandato “post-transición” con cierta continuidad haciendo frente a reformas del sector de seguridad, el próximo presidente centroafricano, independientemente de quién sea elegido, tendrá difícil recrear el estado casi desde sus cimientos y sacar a Bangui de su situación desesperada.
Los casos de la RDC y Rwanda muestran cómo las elecciones son un desafío ante el cual los presidentes se atrincheran, en países donde el espacio para la expresión política está asimismo muy reducido
Elecciones: quizás no son la solución, pero tampoco son el problema
La vida política en África se articula cada vez más en torno a los procesos electorales. De propio, este es un hecho positivo, pero eso no ha impedido que surjan tres cuestiones muy legítimas acerca de las elecciones y su utilidad real para resolver los problemas de seguridad y desarrollo en África, e incluso como garantía de un estado libre y democrático.
Para empezar, ¿son las elecciones una manifestación real, o en todo caso la única manifestación de la democracia? La democracia participativa implica mucho más y como nos ha recordado el profesor Pierre Rosanvallon en su trabajo sobre la evolución de la democracia y del buen gobierno, la práctica democrática va mucho más allá del ejercicio electoral. Las elecciones no son suficientes, pero quizás sí indispensables. En África esta cuestión se mezcla con la de la legitimidad universal de la democracia y la apropiación cultural, pues muchos consideran que las elecciones y en general la democracia responden a una fórmula occidental que se ha importado al continente tal vez sin mucha adaptación. También existen quienes defienden argumentos culturales: preconizan que África “es diferente” respecto a la tradición oral informal, el respeto por la jerarquía tradicional (de afiliaciones étnicas o geográficas) y la tendencia al consenso. Por supuesto el respeto a la identidad cultural y la adaptación a la realidad en cada lugar son claves en cualquier proceso democrático, pero no se debe perpetuar como única imagen de África la tradicional de los nativos reunidos en torno de un árbol celebrando ritos y aprobando las decisiones del jefe de la tribu. Esta imagen –que por otro lado es plausible que se pueda dar en el continente– coexiste con la realidad internacional del siglo XXI, de la que África por supuesto no queda al margen. Se necesitan ciertos procesos de representación y toma de decisiones de forma pragmática, y la democracia contemporánea puede proporcionar opciones válidas para los estados en África, incluidos constituciones, parlamentos, justicia y poder ejecutivo bajo control de otras instituciones. Uno de los sistemas democráticos más modernos del mundo, en muchos sentidos, es el existente por ejemplo en Sudáfrica, y todavía queda mucho camino por recorrer en el desarrollo de los sistemas federales y descentralizados en el continente.
La segunda cuestión, relacionada con lo anterior, es si en realidad las elecciones están al servicio de los líderes políticos y la élite de algunos partidos, y no de la población. Esto es pertinente sobre todo en los países donde la democracia es frágil, por una transición reciente o por una tendencia autoritaria que puede enquistar el sistema político. Investigaciones recientes han demostrado que el estereotipo del dictador moderno incluye precisamente aquellos presidentes electos que utilizan los procesos electorales para manipular el sistema, comprar a la oposición e incluso al pueblo y, de esta manera, eternizarse en el poder. Es el caso de Chad, Congo y Camerún, por ejemplo, en los que los presidentes llevan siendo “elegidos democráticamente” varias décadas. Es evidente que en no pocos casos han aprendido a instrumentalizar los escrutinios y consultas para perpetuarse. Las elecciones que se avecinan en 2016 en Chad y en República de Congo (Brazzaville) son procesos dominados de entrada por los presidentes en el poder; se puede apostar así por las muchas posibilidades de ganar de nuevo que tienen, respectivamente, Idriss Deby y Sassou Nguesso.
La tercera pregunta que surge en este contexto es si, a fin de cuentas, las elecciones no solo no resuelven los problemas de los países en los que se celebran sino que además exacerban las tensiones, convirtiendo los mismos procesos electorales en momentos de gran inestabilidad. Está también probada esta cuestión, pues los diferentes candidatos se transforman en enemigos, la oratoria se calienta y los ataques pueden degenerar durante los períodos de campaña electoral. Algunos en Occidente empiezan a plantearse esa cuestión como una dicotomía entre democracia o estabilidad. Por ejemplo Níger, un estado frágil con presidente electo y una gran trayectoria de golpes de estado, debe celebrar elecciones en 2016. Algunos pueden sugerir que el proceso electoral está trayendo una inestabilidad perjudicial para el país: la oposición se intenta organizar pero el principal líder se halla inmerso en un juicio (y la independencia y eficacia del poder judicial de Níger están por demostrar), las protestas a menudo recurren a argumentos de Islamismo radical, el temible ejército tiene mucho poder, y la seguridad básica en parte del territorio está amenazada por el terrorismo y las mafias.
Cualquier transición democrática implica cierta inestabilidad a corto y medio plazo, y lo mismo sucede con los cambios de gobierno. Sin embargo, si la democracia es robusta y las instituciones prevalecen, estos reflejan una alternancia y unas opciones para los ciudadanos que son saludables para el país. Siguiendo con el mismo ejemplo, sería injusto pensar que en Níger no debiera haber elecciones porque se pondría en riesgo la precaria estabilidad de este país. Lo mejor es que haya elecciones, que se refuercen las instituciones públicas y que prevalezca la democracia.
En definitiva, las elecciones no son la solución a todos los problemas de África, pero tampoco son el problema. Las tensiones que se perciben cuando se avecina un proceso electoral son más bien un síntoma de que la democracia no está consolidada. Este es el caso por ejemplo de la República Democrática del Congo (RDC), que debería celebrar elecciones presidenciales también en 2016. El presidente Joseph Kabila lleva meses trabajando una estrategia para retrasar el proceso, con represión de la sociedad civil (incluyendo a movimientos como Filimbi y La Lucha), y preservación de la corrupción de las élites políticas. Para asegurar su continuidad, promovió un proyecto de ley para modificar la constitución del país y eliminar el límite de dos mandatos que le impide representarse a las próximas elecciones. Solo las protestas de la sociedad civil obligaron a Kabila y a los parlamentarios a rectificar, y la comunidad internacional debería solidarizarse con la defensa del proceso electoral. En Rwanda somos también testigos de un proceso de cambio constitucional para posibilitar la reelección del presidente Kagame en 2017. Estos casos muestran como las elecciones son un desafío ante el cual los presidentes se atrincheran, en países donde el espacio para la expresión política está asimismo muy reducido.
En consecuencia, si se ignoraran las elecciones, se privaría a los pueblos africanos la posibilidad de “llamar la atención” a través de procesos electorales. La comunidad internacional no debe dejar de apoyar a los procesos electorales y a la sociedad civil africana a pesar de las voces acusatorias de injerencia internacional o neocolonialismo. Sin desestimar otros posibles casos en que esto fuese pertinente, en lo que respecta al principio y la defensa de elecciones libres así como la promoción de la democracia, esto forma parte de la Carta Africana de Democracia, Elecciones y Gobierno firmada por los países de la Unión Africana. Los pueblos también corroboran regularmente su apoyo a la libertad en las encuestas de opinión pública del Afrobarómetro. Las víctimas de las dictaduras del continente son principalmente los africanos, y ellos son quienes también se benefician en democracia. Del vaso medio lleno o medio vacío de 2015, solo queda esperar mejoras en las elecciones previstas en 2016 y más allá.