Jean-Marie Guéhenno
Presidente del International Crisis Group
Mientras el año 2016 avanza, el mundo afronta lidiar con todos los problemas acumulados del año anterior, además de hacer frente a las cuestiones urgentes y presentes de cómo mantener a raya las crecientes formas de violencia y caos. Con guerras cuya sangre traspasa las fronteras y refugiados que atraviesan los océanos, nuestro planeta puede parecer incómodamente pequeño. Aprendemos, lenta y dolorosamente, el precio de hacer caso omiso a conflictos que se multiplican y, tal vez, en ese aprendizaje descubramos el valor de la acción estratégica para impedir que los pequeños combates se conviertan en grandes guerras.
Las amenazas planteadas por el extremismo violento están intimidando a la comunidad internacional. La serie de ataques perpetrados por todo el mundo y reivindicados por la organización Estado Islámico (EI) provocó a finales de 2015 una respuesta militar que surcó los cielos de Siria con aviones de combate de Francia, Rusia, Estados Unidos, el Reino Unido e Israel. Sin embargo, vincular esa movilización a una nueva “guerra contra el terrorismo” correspondería a un enfoque equivocado.
Aunque es verdad que los ataques también han movilizado a la comunidad internacional para emprender acciones diplomáticas en varios frentes, incluidos serios intentos de solucionar conflictos en Siria, Libia y Yemen, si algo se debe aprender de los atentados del 11-S y de las guerras inconclusas de Afganistán e Irak es el hecho crucial que no solo se debe contar con los medios militares.
El elemento que falta, en la mayoría de casos, sigue siendo una estrategia política coherente y realista que aborde las causas profundas de la violencia y la propagación de la insurgencia. El auge del extremismo militante suele ser un síntoma de una enfermedad más profunda. Los grupos yihadistas dicen tener una agenda transnacional, pero suelen aprovecharse de los agravios locales, la descomposición política y la exclusión social. En ese contexto, la guerra propicia oportunidades en las que surgen los extremistas armados; los yihadistas suelen llegar tarde al escenario bélico, pero cuando llegan es muy difícil que se vayan.
Las maniobras geopolíticas alimentan muchos de esos conflictos y complican los esfuerzos para resolverlos. Por ejemplo, el conflicto sirio empezó como una discusión política, que luego degeneró en una guerra civil y ahora implica luchas de poder más amplias entre Estados Unidos y Rusia, Arabia Saudí e Irán, Turquía y los kurdos.
En un mundo más fragmentado y más complicado, las estrategias para detener la difusión del conflicto deben ser multidimensionales. El caso de Siria, muestra por ejemplo los graves peligros de no lograr prestar una atención equilibrada entre las diversas dimensiones locales, regionales, globales y transnacionales. Este factor exige una diplomacia creativa, sacando aún más partido de las modestas oportunidades disponibles para establecer una base común estable.
El año 2015 presenció prometedores ejemplos sobre enfoques más complejos, del acuerdo nuclear con Irán al proceso de paz de Myamnar, o al Acuerdo de París sobre el cambio climático (un problema que ya azuza conflictos en partes de África y Oriente Medio). Ninguno de estos acuerdos es perfecto, pero llegar a algún pacto exige necesariamente una dosis de compromiso.
La comunidad internacional parece menos cohesionada que en cualquier otro momento de las pasadas dos décadas, pero nuestros destinos nunca han estado más estrechamente entrelazados
Mientras aumenta el riesgo de conflictos contagiosos, debemos convertir la complejidad del mundo en un valor en sí mismo. Existen oportunidades para utilizar la fluidez del actual orden de poder para poder moldear uno nuevo y mejor equilibrado.