Sasskia Sassen
Titular de la cátedra Robert S. Lynd de Sociología, Universidad de Columbia
Un rasgo clave que caracteriza nuestra actual economía global es la intermediación. La ciudad global es el ejemplo extremo de intermediación en una dimensión muy concreta: como si de un Silicon Valley se tratara, es el espacio en el que se inventan, desarrollan y venden los altamente complejos instrumentos de la intermediación.
Una asunción clave en mi trabajo acerca de la economía global es precisamente que estos instrumentos de intermediación son cruciales para entender la economía global que empezó a forjarse a finales de la década de los ochenta, y que logró su pleno desarrollo y alcance a lo largo de los noventa. El proceso de articularlos y darles forma fue complejo y multidimensional: puede plasmarse en nuevas prácticas legislativas y contables o en la revolución de la logística, además de otros factores diversos, como, por ejemplo, la coexistencia de distintas culturas de inversión, dependiendo del país y del sector. Por último, este proceso de creación no pudo tener lugar en condiciones de laboratorio; por el contrario, tuvo lugar en plena intersección de múltiples esquemas y contenidos, cada uno de los cuales variaba según su sector económico. Esto implicó además que dada la enorme diversidad de sectores y subsectores económicos globales ninguna ciudad, por sí misma, pudo dirigir la producción en curso de instrumentos y capacidades innovadoras.
La idea de la ciudad global me surgió cuando los investigadores interesados en campos tan diversos como las economías urbanas y la globalización argumentaron que la digitalización eliminaría la importancia del lugar (ciudades) para los sectores económicos avanzados. Mi respuesta a esta noción general fue una pregunta: ¿Qué pasaría si esta capacidad de movilidad global de las empresas y sociedades debiera hacerse; que lo digital en sí no fuera suficiente para obtener una movilidad global?
Una de mis hipótesis era que, efectivamente, deberían crearse estos nuevos instrumentos y capacidades y, además, que tal proceso exigiría una combinación considerable de funciones cognitivas. La segunda hipótesis era que la considerable complejidad implicada en tales procesos exigiría una función de intermediación: en este contexto, tendría mayor sentido que las empresas compraran gradualmente estos servicios en lugar de producirlos en su propia sede mediante el trabajo de empleados a jornada completa. Esto tendría la ventaja añadida de posibilitar que las empresas consideraran efectuar incluso operaciones mínimas en pequeños países pues podrían, por ejemplo, comprar a una empresa de Mongolia un servicio de 30 horas al año de contabilidad y servicios de abogacía. Y de ahí surgió mi hipótesis de que una tipología especial de ciudades constituirían el perfecto ambiente para ensamblar extraordinarios productos del conocimiento.
Dada la metodología que desarrollé para mi investigación fueron Nueva York, Londres y Tokio a finales de los años ochenta y principios de los noventa las ciudades que surgieron como las más poderosas y emergentes ciudades globales. En la actualidad, la lista ha crecido hasta las 100 ciudades globales, precisamente debido a la multiplicación de su especialización en los diversos sectores económicos globalizados. Lo mismo puede decirse también de los sectores altamente digitalizados. Muestra de ello es que los tres principales centros financieros de Europa –Londres, París, Frankfurt– son muy diferentes entre sí y por eso los tres son esenciales. También debido a tales especificidades, si bien China apostó por Shanghái como su principal centro financiero, Hong Kong no ha podido ser reemplazada. Y Estados Unidos tiene dos núcleos financieros principales, Nueva York y Chicago, y cada uno opera en circuitos muy diferentes.
Al iniciar mi investigación acerca de la economía global, no pensaba en ciudades en absoluto. Acababa de terminar mi primer libro La movilidad del trabajo y el capital a través del cual había detectado límites de movilidad incluso en los sectores económicos y empresariales más digitalizados y lucrativos –es decir, sectores que podían dotarse de todo el apoyo necesario y acceder a todas las innovaciones digitales disponibles. Además no operaban en un espacio digital continuo y eficiente, en parte, porque se estaban generando una gran cantidad de innovaciones especificas en cada uno de los sectores, lo que condujo a una diferenciación de concentraciones muy complejas de talento y conocimientos entre ciudades globales.
Una consecuencia de todo ello fue el auge de la intermediación. Inicialmente, los casos llamativos fueron las grandes fusiones y adquisiciones, en las que los intermediarios (por ejemplo, los financieros, servicios jurídicos, contables, agencias de calificación, etcétera) raramente perdían, incluso si las dos empresas fusionadas en último término quebrasen. Las finanzas surgieron como la madre de todos los sectores intermedios, incorporándose en el mercado real de la mano de empresas como Goldman Sachs o JP Morgan. Esta función de intermediación se expandió durante los últimos treinta años a un creciente número de sectores, inclusive los modestos y sencillos. Sirva de ejemplo como hoy la mayoría de floristerías y cafés forman parte de cadenas que se limitan a vender flores o servir café cuando antes eran responsables de todos los procesos y funciones. Ahora son los cuarteles generales los que llevan la contabilidad, los servicios jurídicos, compras, etcétera. Puede considerarse una variable que, por una parte, facilita la globalización de las empresas y, por otra, toma en mano empresas muy modestas orientadas al consumidor. Ello contribuye también a explicar la expansión del número de ciudades globales en todo el mundo.