Dominique Moïsi
Profesor investigador visitante en el King’s College de Londres y asesor del Institut Montaigne,
Hace diez años publiqué el libro titulado La geopolítica de la emoción: cómo las culturas del miedo, la humillación y la esperanza están reconfigurando el mundo, que se basaba en una doble convicción. Primero: no es posible entender completamente el mundo en el que vivimos sin tratar de entender y de integrar sus emociones. Y segundo: las emociones son como el colesterol, las hay buenas y malas. La cuestión es encontrar el correcto equilibrio entre ambas. El miedo frente a la esperanza; la esperanza frente a la humillación; la humillación que lleva a la mera irracionalidad, e incluso a veces a la violencia: no es posible comprender el mundo en que vivimos sin examinar las emociones que contribuyen a configurarlo. Procedí en el citado texto a elaborar un mapa de las emociones del mundo. La cultura de la esperanza estaba más presente en Asia; la cultura de la humillación era la dominante en el mundo árabe/musulmán, y la cultura del miedo se iba imponiendo en el mundo occidental, a ambos lados del Atlántico.
En el mundo actual hay más temor y humillación, y menos esperanza, que hace diez años
En el 2019, las emociones son más necesarias que nunca para descifrar el mundo actual. Mi intuición inicial resultó ser correcta; lamentablemente, debería actualizar mi diagnóstico, ya que las emociones negativas prevalecen sobre las positivas. Hoy hay más temor y humillación, y menos esperanza, de las que había hace diez años, como consecuencia de factores tanto objetivos como subjetivos, que van desde las consideraciones ecológicas hasta las económicas, las geopolíticas y las sociológicas. El planeta se está calentando al tiempo que el sistema internacional parece abocado al despiece. En otras ocasiones me he referido a un nuevo desorden mundial para describir la sensación de caos y de pérdida de control que prevalecía entonces y que lo sigue haciendo.
Pero si ha habido una emoción que ha proliferado por encima del resto en la última década, esta ha sido la humillación; la negativa, no la positiva, porque la humillación, como el colesterol, también cuenta con dos versiones. Un cierto grado de humillación puede constituir un incentivo para el ascenso social a base de trabajar duro: “te demostraré de lo que soy capaz”, “te voy a demostrar lo equivocado que estabas de no tomarme en serio”. Cuando es superada y dominada, la humillación actúa en las naciones del mismo modo que en los individuos. Refuerza el instinto competitivo. Confiere fuerza y energía. La humillación “buena” ha llevado a la reemergencia de China como potencia clave en el mundo, y hasta cierto punto también al regreso de Rusia. Contrariamente, la humillación desesperanzada lleva a la desesperación y alimenta un anhelo de venganza que puede fácilmente convertirse en un impulso hacia la destrucción. Si no puedes alcanzar el nivel de aquellos que piensas que te están humillando, al menos puedes arrastrarlos y hacerlos caer a tu mismo nivel.
La humillación “mala” es la clave para entender la naturaleza del movimiento de los “chalecos amarillos” en Francia, y de un modo más general el ascenso del populismo en el mundo democrático occidental. El Brexit, “la madre de todas las derrotas”, no solo para Gran Bretaña, sino de un modo más amplio para la democracia clásica representativa y liberal, solo puede explicarse en términos emocionales e identitarios. Es el producto de la coincidencia fortuita entre una falta abismal del más mínimo sentido de la responsabilidad por parte de las élites políticas, y de tres nociones claves: la ira, el miedo y la nostalgia. Hay ira contra las élites, tanto nacionales como europeas; hay también miedo al “otro”, especialmente a los europeos del Este que no fueron miembros del imperio Británico, y nostalgia por el propio imperio. Y son éstas nociones que también están presentes en Estados Unidos y que contribuyen a explicar la victoria de Donald Trump en el 2016.
Sin embargo, es tan prematuro hablar del “fin de la democracia” hoy, como fue prematuro hablar del “fin de la historia” hace casi treinta años. La humillación ha aumentado, pero la esperanza no ha muerto.