LAURA GAMBOA
Profesora del departamento de Ciencia Política, University of Utah
* Este texto se basa en un artículo previo publicado en LASA Forum: «Estrategias contra la erosión democrática» (Gamboa, 2023).
En los últimos veinte años hemos visto el auge de regímenes autoritarios; por primera vez desde el 2002 el promedio del índice de Democracia Electoral de V-Dem ‒que oscila entre 0 y 1‒ha disminuido por debajo de 0,5, el valor medio[1]. Entre 2000 y 2022, el mundo experimentó más rupturas democráticas (41) que transiciones a la democracia (36). Se han perdido 15 de las 86 democracias que había al comienzo del milenio. Este reflujo autoritario está devorando los logros alcanzados en materia de democracia en los años ochenta y noventa, por lo que es pertinente preguntarse: ¿cómo podemos contrarrestar esta tendencia?
En mi último libro[2], contesto esta pregunta. Allí argumento que la capacidad para resistir la erosión democrática depende, en gran medida, de las estrategias que implementan los actores opositores. En este artículo desarrollo este argumento de forma sucinta.
La naturaleza de la erosión democrática
Los regímenes democráticos hoy en día no se rompen del mismo modo que durante el siglo XX. En lugar de golpes y autogolpes de Estado, es más común ver procesos que se inician con la llegada al poder de gobiernos elegidos democráticamente y con agendas radicales, que utilizan reformas institucionales para desarrollar su agenda política[3]. Si bien en su fase inicial estas reformas pueden parecer inocuas, acumuladas a lo largo del tiempo conducen a una desactivación del sistema de control sobre el ejecutivo (de pesos y contrapesos), la deslegitimación del sistema de elecciones libres y justas y, en último término, el ataque contra los derechos políticos y las libertades civiles de los ciudadanos. En el siglo XXI, la democracia no desaparece de un día para otro, sino que se desangra lentamente a manos de líderes con aspiraciones hegemónicas, en un proceso que puede tomar varios años en transformar regímenes democráticos en regímenes competitivos autoritarios[4].
Un ejemplo canónico de este proceso de erosión democrática lo hemos visto en Turquía bajo el liderazgo de Recep Tayyip Erdogan, quien llegó al poder en 2003 y entre el 2007 y el 2010 introdujo reformas institucionales que aumentaron su poder de veto y extendieron su tiempo en el ejecutivo[5]. Por sí solas, ninguna de estas reformas asestó un golpe mortal a la democracia turca; no aumentaron el control del ejecutivo sobre las Cortes o las agencias de control, ni le permitieron a Erdogan mantenerse en el poder indefinidamente. Reformas posteriores, sin embargo, aumentaron el control del mandatario sobre el aparato judicial[6] y transformaron el sistema parlamentario de Turquía en un sistema presidencial, permitiéndole al líder con aspiraciones hegemónicas subordinar las Cortes, limitar el campo de acción del Parlamento, promulgar decretos con fuerza de ley y declarar estados de emergencia con pocas restricciones. Acumuladas con las reformas anteriores, estas modificaciones habilitaron a Erdogan para manipular el sistema electoral hasta el punto que hoy es casi imposible derrotar al mandatario, como lo vimos en las elecciones celebradas en mayo de 2023.
En el siglo XXI la democracia no desaparece de un día para otro, sino que se desangra lentamente a manos de líderes con aspiraciones hegemónicas, en un proceso (…) que transforma regímenes democráticos
en regímenes competitivos autoritarios
Estrategias de oposición a la erosión democrática
Si bien la lentitud de estos cambios puede hacer menos visible la degradación democrática, también es cierto que, por el mismo motivo, la oposición tiene algo más de margen y recursos para activarse y explorar opciones para hacer frente al líder autoritario. En respuesta a las reformas antidemocráticas de un ejecutivo con aspiraciones hegemónicas, la oposición puede perseguir objetivos radicales que buscan deponer al mandatario antes de que se acabe su periodo constitucional, u objetivos moderados, que buscan oponerse a sus reformas autoritarias sin cuestionar la vigencia de su mandato. Para conseguir estos objetivos, la oposición puede utilizar estrategias institucionales que utilizan instituciones como elecciones, las Cortes o el Congreso; o estrategias extrainstitucionales ‒que, a diferencia de las anteriores, excluyen la participación en el entramado institucional‒. El cuadro siguiente sintetiza la matriz objetivos-estrategias.
Individualmente, estos objetivos y estrategias no son particularmente dañinos. Es la concurrencia de varios de ellos lo que puede poner en peligro la supervivencia del régimen. Las estrategias extrainstitucionales con objetivos radicales (EIR) ‒es decir, golpes de Estado, guerra de guerrillas, protestas, boicots, huelgas etc. que buscan deponer al ejecutivo antes de que se cumpla su mandato‒ son las que más peligro entrañan. Esto se debe a que desprecian los canales existentes para resolver conflictos y generan situaciones de suma cero, en las que la ganancia de uno depende exclusivamente de la derrota de su oponente. En caso de tener éxito, las estrategias radicales extrainstitucionales consiguen expulsar al líder con tendencias autoritarias, pero con un alto riesgo, ya que pueden llevarse por delante la democracia e incluso convertir al autócrata en una suerte de mártir. Si fallan, deslegitiman a la oposición, aumentando los incentivos del líder autoritario para reprimir, y disminuyendo los costes de hacerlo. Estas tácticas no solo pueden abrir la puerta al ejecutivo para que emprenda reformas más radicales, sino que disminuyen el margen de la oposición para combatirlas.
En Bolivia, por ejemplo, líderes regionales de la Media Luna se negaron a reconocer el mandato legítimo de Evo Morales (2006-2019) y organizaron en su contra huelgas, protestas y la ocupación por la fuerza de edificios gubernamentales, para obligar al Gobierno a garantizar su autonomía y el control total sobre recursos claves para la supervivencia del Estado (en especial, los yacimientos de gas). Cuando Morales movilizó a sus partidarios para contrarrestar las tácticas de los prefectos (gobernadores), estos respondieron de forma violenta. En Pando, un grupo afiliado a las autoridades regionales mató a trece ciudadanos partidarios del Gobierno. Morales usó la masacre como una excusa para desplegar al ejército, imponer el toque de queda y arrestar al prefecto de Pando. Esta estrategia no solo le restó a la oposición la posibilidad de presentarse como un actor democrático, sino que le permitió al Gobierno tomar de nuevo las riendas de la arena política[7]. Si no hubiera sido por la masacre, el Gobierno hubiera tenido muchas más trabas para tomar el control de las zonas productoras de gas, donde las autoridades regionales eran un obstáculo para su hegemonía.
Por su parte, las estrategias institucionales con objetivos moderados (IM) –es decir, aquellas que pretenden frenar las reformas autoritarias a través de elecciones, la oposición en el Parlamento y en las Cortes– constituyen apuestas mucho menos arriesgadas. Reflejan la decisión de la oposición de respetar los canales democráticos existentes, para dirimir conflictos, y dejan espacio para la negociación. Consecuentemente, este tipo de tácticas son, por lo general, una apuesta menos lesiva para la democracia. No sólo disminuyen los incentivos del ejecutivo para reprimir y aumentan los costos de dicha represión, sino que reducen el margen del liderazgo para introducir reformas más autoritarias. En caso de tener éxito, la oposición consigue frenar la erosión democrática. Si no tiene éxito y las reformas continúan sin impedimentos, la oposición resguarda recursos para combatir otras jugadas autoritarias más adelante.
En México, por ejemplo, la oposición ha utilizado el Congreso para oponerse a las reformas autoritarias de Andrés Manuel López Obrador, presidente desde 2018. Desde el legislativo, han tratado de obstruir el proyecto de ley que buscaba desmantelar el Instituto Nacional Electoral ‒encargado de garantizar elecciones libres y justas‒. Si bien López Obrador tenía mayorías suficientes para pasar esa ley, la oposición logró acreditar y denunciar violaciones del proceso legislativo que dieron a la Corte Suprema los argumentos legales necesarios para desactivar la mayor parte de la reforma[8]. No obstante, hay partes del proyecto que todavía están siendo discutidas, y es posible que el presidente intente aprobar una ley con los retazos no invalidados por la Corte. En este caso, el uso de estrategias institucionales moderadas ha protegido el margen de acción de la oposición mexicana, y ha permitido que la Corte suprema pudiese fallar en contra de la ley, sin tener que entrar a discutir las cuestiones de fondo.
Las estrategias extrainstitucionales con objetivos moderados (EIM) y las estrategias institucionales con objetivos radicales (IR) pueden dar lugar a notables contradicciones. Las primeras disminuyen los incentivos para reprimir, y al mismo tiempo, el coste para las autoridades de hacerlo. Instrumentos como protestas, boicots o huelgas que buscan frenar reformas democráticas pueden ser muy buenos para la protección de la democracia, movilizando votantes o visibilizando los abusos del Gobierno. Por ejemplo, en Polonia, la oposición ha recurrido en diversas ocasiones a las protestas para defender las instituciones democráticas frente a los ataques del Partido Ley y Justicia (PiS), que está tratando de erosionar la democracia polaca. En 2017, cuando el Gobierno trató de cooptar la Corte Suprema de Justicia, la oposición salió a la calle en apoyo a los jueces. Las protestas no solo llamaron la atención de la Unión Europea ‒en cuyo seno el PiS estaba litigando varias reformas antidemocráticas‒ sino que forzaron al presidente polaco a vetar parte de la ley[9]. A pesar de que las protestas no frenaron las reformas autoritarias del PiS, lograron visibilizar los abusos de poder del partido y permitieron a la oposición proteger el poder judicial, por lo menos momentáneamente.
Las movilizaciones no-violentas, sin embargo, necesitan de organización y de disciplina[10], sin las cuales unas acciones originalmente pensadas para ser pacíficas pueden derivar fácilmente en expresiones violentas, dándole al ejecutivo la excusa perfecta para reprimir y deslegitimar a la oposición. Esto es lo que sucedió, por ejemplo, después de que Donald Trump (2017-2021) llegara al poder en Estados Unidos, cuando grupos supremacistas blancos se manifestaron en apoyo al presidente. Como respuesta, miles de personas protestaron contra los supremacistas en Berkeley (California) y fue durante una de estas marchas que un grupo reducido de manifestantes atacaron violentamente a los trumpistas. Esta acción no aumentó el apoyo a la oposición; más bien al contrario, varias de las personas que estaban participando en las protestas contra los supremacistas blancos fueron arrestados. Si bien estas protestas habían sido mayoritariamente pacíficas, los escasos ataques le dieron el pretexto al presidente estadounidense y a sus seguidores para demonizar a la oposición y calificarla de ilegal y violenta.
Las estrategias institucionales con objetivos radicales (IR), por su lado, aumentan los incentivos para reprimir, pero, a diferencia de las anteriores, también los costes de hacerlo. La organización de referendos revocatorios y juicios políticos al presidente pueden frenar la erosión democrática en seco. No obstante, si no logran su objetivo pueden poner en alerta al ejecutivo que, sintiéndose acorralado, puede redoblar la represión de la oposición. En Bolivia, por ejemplo, la oposición llamó a un refrendo revocatorio del presidente Evo Morales en 2008. El proceso, que transcurrió de manera ordenada y en relativa calma, no logró poner fin al mandato a Morales, pero tampoco tuvo un coste elevado para la oposición. Por el contrario, ese mismo año en Turquía, en respuesta a una ley que buscaba eliminar la prohibición a las mujeres musulmanas de llevar el velo, la oposición le pidió a la Corte Constitucional que ilegalizara el partido del primer ministro Erdogan (Partido de Justicia y Desarrollo-AKP) con el argumento que esa ley ponía en peligro la separación entre iglesia y Estado. El tribunal no falló a favor de la ilegalización, pero sí recortó la financiación estatal al partido en un 50%, lo que fue un serio toque de alerta para Erdogan, quien en respuesta emprendió una serie de reformas encaminadas a aumentar su control sobre el poder judicial.
Si bien la lentitud de estos cambios puede hacer menos visible la degradación democrática, también es cierto que, por el mismo motivo, la oposición tiene algo más de margen y recursos para activarse
En el transcurso de mis investigaciones, recogidas en mi reciente libro, he analizado dos casos que resultan especialmente reveladores de estas dinámicas: el de Hugo Chávez en Venezuela (1999-2013) y el de Álvaro Uribe en Colombia (2002-2010), que expondré a continuación.
La erosión democrática en Venezuela
El análisis de la evolución política en Venezuela permite concluir que las estrategias extrainstitucionales con objetivos radicales (EIR) utilizadas por la oposición ayudaron a Hugo Chávez a erosionar la democracia. El golpe de Estado perpetrado en abril de 2002, la huelga general indefinida de 2002-2003 y el boicot a las elecciones parlamentarias de 2005 dieron al presidente venezolano argumentos para purgar las fuerzas armadas y la compañía estatal de petróleo (PDVSA), le garantizaron un Congreso casi monocolor a partir de 2006 y le dieron argumentos para perseguir a miembros de la oposición, e implementar reformas antidemocráticas más agresivas. Todo esto, sin derrumbar la fachada democrática del ejecutivo.
La oposición en Venezuela era poderosa. Incluso después de abusos de poder como la Asamblea Nacional Constituyente de 1999 y las «megaelecciones» del 2000, los antichavistas tenían aliados dentro de las fuerzas armadas y en PDVSA. También contaban con algo de apoyo en las Cortes y en los organismos de control, y controlaban una tercera parte de los escaños del Congreso. En el 2002, el discurso y la acción polarizadora de Chávez había ampliado esos apoyos. Además contaban con el apoyo de importantes medios de comunicación y cientos de venezolanos dispuestos a salir a las calles, fracturas en la coalición de Gobierno sumado a las filas de la oposición importantes aliados en el Congreso y en las Cortes.
Desafortunadamente, el uso de estrategias extrainstitucionales con objetivos radicales (EIR) dilapidó estas ventajas. No solo deslegitimó las credenciales democráticas de la oposición, sino que permitió a Chávez apoderarse de los recursos con los que contaban sus adversarios. El golpe de Estado dio al presidente venezolano las razones y la información que necesitaba para purgar las fuerzas armadas. La huelga tuvo el mismo efecto en PDVSA. Usándola como excusa, Chávez logró despedir cerca del 60% de los empleados de la empresa, a los que reemplazó con gente leal al régimen[11]. El boicot tuvo consecuencias similares en el Congreso. No le dio argumentos a Chávez para purgar el legislativo, pero –sin la oposición– no fue difícil para el presidente conquistar casi todos los escaños.
En tan solo seis años, la coalición antichavista en Venezuela pasó de ser un adversario formidable a uno macilento. Una vez cortados sus apoyos en el Congreso, a partir de 2006 el gobierno se centró en ocupar las Cortes y a los organismos de control, propugnar leyes que limitaban la prensa libre y utilizar el aparato de seguridad para reprimir protestas y opositores. Como golpe de gracia, en 2009 Chávez modificó la constitución para aprobar su reelección indefinida. Cuando en 2012 se presentó a un tercer mandato, con todo a su favor, era ya claro que iba a ganar. Las elecciones de 2000, 2005 y 2006 habían sido cuestionables, pero, en general, mínimamente libres y justas. Las de 2008 y 2012 fueron bien distintas. Chávez aseguró su victoria usando y abusando de los recursos del Estado, manipulando el tablero electoral y presionando a los medios de comunicación para que se hicieran eco de su mensaje, o se expusieran a desaparecer.
La supervivencia de la democracia en Colombia
A diferencia de lo que sucedió en Venezuela, en Colombia, el presidente Álvaro Uribe no logró erosionar la democracia[12], a pesar de tener aspiraciones manifiestamente hegemónicas. A lo largo de sus ocho años en el Gobierno introdujo leyes que buscaban aumentar los poderes del ejecutivo, disminuir los poderes del Parlamento y copar los organismos de control. Para combatirlo, a diferencia de lo que sucedió en Venezuela, la oposición colombiana utilizó ‒sobre todo‒ estrategias moderadas institucionales (IM). No obstante, y aun siendo claramente más débil que su contraparte venezolana, la coalición antiuribista logró con estas tácticas proteger los recursos que tenía, y frenar de manera efectiva la erosión democrática.
A todas luces, la oposición a Uribe era más débil que la oposición a Chávez. Contaba con algo de apoyo parlamentario y en los organismos de control, pero no disponía de ninguno dentro de las fuerzas armadas o en los grandes medios de comunicación. Si bien controlaba alrededor de una tercera parte de los escaños en el Congreso, la coalición antiuribista estaba lejos de tener el poder de convocatoria que había poseído la alianza antichavista en 2002. Teniendo en cuenta la popularidad de Uribe y la debilidad de la democracia colombiana, los augurios no eran muy prometedores. Sin embargo, y a diferencia de lo que sucedió en el país vecino, los grupos opositores al presidente colombiano evitaron deliberadamente recurrir a estrategias extrainstitucionales con objetivos radicales (EIR) y, en su lugar, optaron por combinar estrategias institucionales moderadas (IM) con las extrainstitucionales moderadas (EIM). Gracias a ello no solo mantuvieron intacta su legitimidad y ganaron aliados, sino que también privaron al ejecutivo de los argumentos que le habrían permitido cooptar las Cortes y organismos de control, lo que minó las reformas más autoritarias que el presidente promovió en el legislativo.
La oposición colombiana se cuidó muy mucho de no perder una imagen democrática e institucional; no solo rechazó las jugadas extrainstitucionales radicales de grupos guerrilleros, sino que hizo permanente uso de un discurso institucional. Su objetivo no era acabar con la presidencia de Uribe, sino frenar las reformas que este estaba introduciendo. La ausencia de estrategias radicales extrainstitucionales protegió a la oposición. Los diversos intentos del Gobierno por manchar su imagen no fueron exitosos, y la coalición antiuribista no solo conservó sus escaños y abrió espacio para nuevas coaliciones, sino que también protegió sus apoyos internacionales, que en más de una ocasión intercedieron en su favor.
La oposición en Colombia no sólo se abstuvo de usar estrategias radicales extrainstitucionales, sino que utilizó estrategias institucionales moderadas (IM). Sus minorías en el Congreso, por ejemplo, aprovecharon el reglamento parlamentario para dilatar, modificar y obstruir los proyectos del Gobierno. No obstante, insuficiente para impedir la aprobación de las reformas, estas tácticas permitieron diluir y retrasar las leyes que salían del legislativo. Más importante aún: estas estrategias le dieron importantes señas a la Corte Constitucional[13]. La naturaleza de la revisión constitucional en Colombia exige que las reformas constitucionales se juzguen por su proceso, no por su contenido. Al crear y registrar vicios procedimentales, los congresistas opositores dieron a la Corte Constitucional la posibilidad de poder fallar en contra de reformas tan perjudiciales como el referendo, que buscaba permitir la segunda reelección de Uribe.
La oposición colombiana también usó con éxito estrategias extrainstitucionales moderadas (EIM). En 2003, por ejemplo, boicotearon el referendo promovido por el presidente. El texto proponía, entre otras medidas, reducir el tamaño del legislativo y volverlo unicameral, un proceso que implicaba la disolución del Parlamento y la elección de nuevos legisladores bajo el halo uribista[14]. La coalición antiuribista en el Congreso y la Corte Constitucional lograron reducir el alcance del referendo, aunque no lograron frenarlo. En última instancia, fue la campaña de boicot promovida activamente por la oposición la que evitó que se alcanzara el umbral necesario para pasar las reformas sugeridas en la propuesta.
Conclusiones
A modo de resumen hemos visto que, si la erosión democrática se dilata en el tiempo, da cierto margen a la oposición para confrontar los ataques autoritarios de presidentes con aspiraciones hegemónicas. Cuando las condiciones nacionales e internacionales así lo permiten estos líderes prefieren llevar a cabo sus reformas autocratizantes bajo una fachada democrática. Así pues, la elección de estrategias por parte de la oposición resulta clave a la hora de tener resultados. Cuando opta por estrategias extrainstitucionales con objetivos radicales (EIR) colma de argumentos al ejecutivo para redoblar la represión y promover reformas antidemocráticas más radicales, sin desprenderse del todo de la apariencia democrática. Por el contrario, cuando se opta por estrategias institucionales con objetivos moderados (IM), se dificulta la represión y el avance de reformas más radicales sin que se evidencie la verdadera naturaleza autoritaria del régimen. En ese sentido, las estrategias institucionales moderadas son una apuesta más segura para proteger la democracia. La oposición que utiliza dichas estrategias evita darle al presidente razones «legítimas» que le permitan purgar a los miembros de la oposición de las instituciones estatales, o avanzar reformas más agresivas. Inversamente, las estrategias extrainstitucionales radicales son más arriesgadas, ya que colman al presidente de razones presuntamente «legítimas» para expulsar a los miembros de la oposición de las instituciones estatales, y avanzar en reformas más agresivas.
NOTAS
- Véase Coppedge et al. (2023).
- Véase Gamboa (2022).
- Véase Bermeo (2016).
- Véase Levitsky y Way (2010).
- Véanse Özbudun (2015) y Turam (2012).
- Véase Özbudun (2014).
- Véase Uggla (2009).
- Véase Raziel (2023).
- Véase Bilewicz (2017).
- Véase Chenoweth (2020).
- Véase Corrales y Penfold-Becerra (2015).
- Véase Gamboa (2022).
- Véase Botero y Gamboa (2021).
- Véase Gaceta del Congreso, 323 (2002).
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