AGUSTÍ FERNÁNDEZ DE LOSADA
Investigador sénior y director del Programa Ciudades Globales de CIDOB
En 1932 el escritor británico Aldous Huxley proponía en Un mundo feliz una reflexión distópica sobre la felicidad en un mundo perfectamente ordenado, estable, cómodo, seguro, pulcro; pero a la vez carente de emociones, sentimientos y valores, en el que la libertad de expresión y el pensamiento crítico no tenían lugar. Una distopia que, en ocasiones, parece no tan distante de la realidad actual, obsesionada por alcanzar la felicidad a través de soluciones tecnológicas y digitales que den una respuesta inmediata a todos los desafíos y necesidades imaginables. En 2023, en un mundo cada vez más urbano, marcado por la crisis ambiental y por la frenética carrera digital, la tentación de construir la ciudad perfecta ‒feliz‒, subyace en muchas de las propuestas acerca de cómo debería ser el futuro.
Algunos países se esfuerzan desde hace años por diseñar su visión de la «ciudad perfecta», aquella que asegura un uso eficiente y sostenible de los recursos; que dispone de datos masivos para tomar decisiones informadas; una ciudad verde, saludable y con una arquitectura vanguardista; con un sistema de transporte rápido, que no contamina y que conecta eficazmente todos sus nodos financieros, comerciales, de entretenimiento y zonas residenciales; y, que a su vez, también está conectada con el resto del mundo. Una ciudad creativa, llena de talento, conocimiento e innovación; y, además, dotada de infraestructuras estratégicas de última generación que la posicionan en un mundo cada vez más competitivo.
En 2007, Abu Dabi (Emiratos Árabes Unidos) anunció la construcción de Masdar, calificada como la urbe más sostenible del planeta. El proyecto preveía que la ciudad funcionaría con energía 100% limpia, libre de emisiones de carbono, tendría autorrefrigeración y carecería de coches, gracias a un sistema bajo tierra de cápsulas eléctricas y autónomas que debía asegurar la movilidad. En palabras del reputado arquitecto Norman Foster, responsable del urbanismo del plan, «Masdar surge de la combinación de la vanguardia tecnológica con los principios urbanísticos de los asentamientos árabes tradicionales». Otro de los rasgos de la ciudad era su entramado de calles estrechas que debían favorecer la proyección de sombra y la circulación de corrientes naturales de aire que se distribuían gracias a un ingenioso sistema de torres. A ello se sumaba la apuesta por atraer centros globales de conocimiento e innovación, instituciones internacionales y sedes corporativas de grandes empresas. Un proyecto ambicioso que, sin embargo, no ha acabado de despegar: cinco lustros después, en 2023, tan solo se ha desarrollado el 10% de lo inicialmente previsto.
En Egipto, como alternativa a la hipersaturación de El Cairo, el gobierno se ha embarcado en la construcción de una nueva capital administrativa, inteligente y sostenible, con capacidad para albergar a más de 6 millones de personas. La nueva urbe contará con un distrito de negocios conformado por rascacielos icónicos, un enorme parque central con lagos artificiales, centros de ocio, el segundo mayor estadio de África y un río artificial, que recorrerá todo el entramado urbano emulando al Nilo. Los responsables del proyecto han definido esta utopía en medio del desierto como «una ciudad completamente inteligente y segura, gracias a la instalación de cámaras en todas sus calles». En los próximos años veremos si efectivamente esta utopía cobra forma y si la nueva capital, que todavía no tiene nombre, es capaz de cumplir con las enormes expectativas de sus promotores.
Pero seguramente el proyecto más futurista es el que está impulsando Arabia Saudí. Conocida como «The Line», la nueva metrópolis aspira a acoger a algo más de 9 millones de personas. Sus 170 kilómetros de largo, 200 metros de ancho y 500 metros de altura sobre el nivel del mar le otorgarán una apariencia que recuerda a una larga línea en medio de la nada. Concebida para ser altamente sostenible, inteligente y saludable, estará totalmente recubierta de espejos reflectantes desde el exterior, funcionará con energía 100% renovable y un sistema de abastecimiento de agua totalmente eficiente. El proyecto no contempla ni calles, ni coches; en su lugar, un Hyperloop ‒un circuito al vacío por el que circulan capsulas a alta velocidad‒ recorrerá la ciudad en 20 minutos con un sistema de vías bajo tierra. La red de transporte se completará con una marina deportiva en el mar Rojo y un aeropuerto internacional. La intención del gobierno saudí es que la ciudad esté operativa en 2030, aunque aún no dispone de toda la financiación privada necesaria para completar el innovador proyecto.
Sin embargo, a pesar de toda la sostenibilidad, eficiencia e inteligencia que describen las ciudades utópicas diseñadas para iluminar un futuro feliz, en Abu Dabi, Egipto y Arabia Saudí, como en muchos otros países con gobiernos autoritarios, la disidencia y el pensamiento crítico no están permitidos y son perseguidos penalmente; las mujeres no cuentan con los mismos derechos que los hombres ni acceden a las mismas oportunidades; la diversidad no solo no es un valor, sino que, en muchos casos, como en el de los colectivos LGTBI+, es castigada con la cárcel; y los inmigrantes y las minorías descastadas malviven sin derechos ni opción a decidir sobre su futuro.
No cabe utopía ni felicidad sin derechos. Las soluciones que nos aportan la tecnología y el conocimiento (…) se deben acompañar de la agenda de derechos, del empoderamiento de las sociedades y de la profundización de la democracia
La ciudad feliz es la que escucha y cuida a sus ciudadanos
Ante esta realidad que se da en una parte significativa del mundo, ¿podemos hablar de la ciudad utópica, perfecta y feliz, sin contemplar los derechos humanos y la democracia como partes esenciales de la ecuación? Porque de nada sirve apostar por soluciones que hacen de la ciudad un espacio verde, saludable, seguro, inteligente y sostenible si esto no va parejo con el derecho a expresar sin miedo nuestros afectos, orientación sexual o nuestras creencias religiosas; si no podemos expresar libremente nuestro pensamiento político; si no se protege nuestra privacidad; si no podemos participar en el diseño de cómo debe ser el futuro colectivo y no gozamos de políticas públicas que aseguren la igualdad y la dignidad de todas las personas.
Por mucho que algunas de las principales narrativas sobre el futuro de la ciudad se centren en las soluciones que las hacen más inteligentes, sostenibles o saludables, ninguna de estas soluciones es neutra per se. Ni en los contextos más progresistas y ligados a los procesos más avanzados de radicalidad democrática es posible abordar los desafíos más críticos que tienen sobre la mesa las ciudades sin que, de una forma u otra, se abra también la posibilidad de un retroceso de la agenda de derechos y del bienestar de algunos de los colectivos más vulnerables.
Cada vez son más las voces que alertan sobre las desigualdades generadas por los procesos de transición hacia la neutralidad climática emprendidos por las ciudades. Iniciativas tan innovadoras como necesarias, que por lo general generan grandes consensos, dirigidas a pacificar la movilidad, a restringir el uso de combustibles fósiles, a fomentar el uso de las energías renovables o, simplemente, a hacer que la ciudad sea más verde, agradable y saludable, provocan desigualdades, expulsan y gentrifican. Se trata de realidades poco conocidas, de cuyo impacto alertan estudios recientes (como el Green gentrification in European and North American cities, realizado por Isabelle Anguelovski et al.), que es necesario abordar mediante políticas integrales que, sin retroceder en el compromiso climático, sitúen la protección de los más vulnerables en el centro. Políticas que subrayen que no es viable avanzar en la sostenibilidad de la ciudad sin garantizar vivienda, sueldos dignos e igualdad de oportunidades.
Tampoco cabe duda de las brechas que hay detrás de la digitalización y de la irrupción de la inteligencia artificial. Brechas que fueron bien visibles durante la pandemia generada por la COVID-19 y que hoy el algoritmo sitúa en territorio inexplorado. No hay duda de que las soluciones digitales que las ciudades tienen a su disposición pueden contribuir a abordar de manera mucho más eficiente los múltiples retos que tienen ante sí; desde la movilidad urbana a la participación ciudadana, pasando por el control de la contaminación o la asignación de subsidios y ayudas. Pero tampoco la hay de que el algoritmo no es neutro y que puede generar sesgos y desigualdades cuyo impacto está todavía por descifrar. Cada vez son más las ciudades sensibles a esta realidad que tratan de abordar los procesos urbanos de digitalización desde la ética y el humanismo (al respecto, consultar el Global Observatory of Urban Artificial Intelligence, https://gouai.cidob.org/). Pero lo cierto es que se trata todavía de iniciativas poco maduras y con una capacidad de corrección muy limitada.
Finalmente, no se pueden obviar los desafíos que genera la apuesta muchas veces acrítica por la innovación, el conocimiento y el talento que impulsan las ciudades en todo el mundo. Convertirse en un hub de la ciencia, la tecnología y la creatividad, de la economía digital y verde, permite consolidar un tejido productivo de alto valor añadido, captar talento altamente cualificado y asegurar una posición de privilegio en un mundo altamente competitivo. Todo ello genera bienestar y entornos de calidad. Ahora bien, esto se reserva únicamente para los que se lo pueden permitir, puesto que si no se toman medidas para evitarlo, existen sobradas evidencias de que se precariza y excluye a la población con menos formación y recursos.
En definitiva, no cabe utopía ni felicidad sin derechos. Porque para desplegar todo el potencial que tienen las soluciones que la tecnología y el conocimiento nos permiten poner sobre la mesa de las ciudades, y hacerlo sin generar brechas y desigualdades, es necesario no solo reivindicar y hacer efectiva la agenda de derechos, sino empoderar a las sociedades y avanzar en procesos de profundización democrática. Procesos que combinen la representatividad y la descentralización con las prácticas de democracia directa, que permitan a la ciudadanía dibujar como debe ser el futuro que desean.
Tal y como apuntaba Italo Calvino en su libro Las ciudades invisibles (1972), no tiene sentido dividir las ciudades entre las felices y las infelices; la principal distinción se da entre aquellas ciudades que «a través de los años y las mutaciones siguen dando forma a los deseos, y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella».