POL BARGUÉS
Investigador sénior, CIDOB
La esperanza se ha convertido en una aliada para seguir sobreviviendo a unas relaciones internacionales que encadenan crisis imprevisibles y devastadoras. Estas se solapan o se entrelazan: desde la crisis financiera de 2008 a la inestabilidad de muchas democracias a lo largo de esta última década; las guerras en Siria o Yemen provocan crisis humanitarias y flujos migratorios; y el drama sanitario de la pandemia por la COVID-19 ha agravado las desigualdades sociales y económicas en todo el mundo; también la guerra entre Rusia y Ucrania está teniendo impacto en las cadenas de producción global, en el suministro de energía y de productos alimentarios, o en la rivalidad geoestratégica entre estados, en la creciente militarización y en la amenaza de guerras nucleares. Como un soplo de aire fresco, la esperanza ayuda a frenar la ansiedad y el miedo ante tantas emergencias que se multiplican, como el aumento vertiginoso del calentamiento global.
La esperanza no se pierde en tiempos afligidos por crisis globales. Al contrario. En épocas pasadas de mayor estabilidad y bonanza, así como en los imaginarios de la modernidad que, impulsados por la ciencia y la razón, proyectaban una humanidad próspera y libre, la esperanza no era necesaria. Sin embargo, hoy en día, esta resulta esencial, precisamente cuando la ciencia y la razón están bajo permanente sospecha, y los estados y organismos internacionales parecen incapaces de enfrentarse a crisis y riesgos mundiales.
En nuestro día a día, la esperanza emerge en los anuncios, en las fotografías y en los mensajes de Instagram o TikTok, así como en los discursos de los políticos, quienes, a pesar de reconocer la gravedad de la situación, venden esperanza. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, viajó a Irlanda del Norte en abril de 2023 para conmemorar los 25 años del Acuerdo de Viernes Santo y habló de la necesidad de tener esperanza: «la esperanza de reparación incluso en las divisiones más terribles». Por su parte, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, prometió más ayuda financiera a los ucranianos y les dijo: «mientras Rusia busca la destrucción, Europa restablece la esperanza». «Nunca, nunca jamás, dejaremos de construir un mundo mejor para todos, en todas partes», puede leerse en el perfil de Twitter del secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres.
¿Qué es la esperanza en un mundo inhóspito, asediado por crisis perennes? ¿Qué estamos esperando? La mayoría de las veces esperamos que las crisis pasen y que todo vuelva a ser como antes. Durante mucho tiempo, albergamos la esperanza de que finalizaran los contagios por la COVID-19 o que nos recuperásemos económicamente, de la misma manera que hoy esperamos que Rusia y Ucrania dejen de luchar o que podamos frenar el calentamiento global. En los discursos dominantes, la esperanza a menudo equivale a un cierto optimismo de recuperación, en el futuro, de aquello que perdimos, aunque no dispongamos hoy de los mecanismos para que esto sea posible. Esperanza significa tener una actitud optimista, que permita evitar la frustración y el desencanto, la apatía y la desesperación, y seguir luchando para sobrellevar la crisis. Tal como explica Victoria McGeer en «The Art of Good Hope» (The ANNALS of the American Academy of Political and Social Science, 592) en situaciones adversas la esperanza puede servir como «una fuerza unificadora que fomenta la acción humana». Por este motivo, los gobiernos y los mercados temen al desespero y promueven el cultivo de la esperanza entre una población que debe seguir confiando en las instituciones y en la economía, como los generales cuando proyectan que la victoria está cerca para subir la moral de sus tropas. En estas narrativas, la esperanza se percibe como un motor positivo, una mirada optimista para seguir confiando, consumiendo, trabajando o luchando para superar la crisis y poder regresar al lugar de donde venimos: la esperanza de vivir un futuro sin tormentas.
Siempre han existido otras miradas que alertaban de los peligros de esta esperanza «optimista». Ya lo anticipó el poeta Hesíodo: en el mito de Pandora, la esperanza es uno de los males de este mundo porque genera pasividad, engaño o desidia, aunque, al mismo tiempo, siempre estará al lado de los humanos para brindarles una nueva oportunidad. Esta ambigüedad de la esperanza hace que muchos autores destaquen sus efectos nocivos para las sociedades contemporáneas. Lauren Berlant (Cruel Optimism, Durham: Duke University Press, 2011), por ejemplo, argumenta que la esperanza atrapa a las personas en ciclos de decepción y frustración porque están afectivamente entregadas a deseos e ideales optimistas que después no son atendidos por las instituciones, ni son factibles con los estilos actuales de vida. Otros han observado como los gobiernos y las instituciones internacionales gestionan las crisis y los conflictos a través de la esperanza, a partir de promesas de un futuro mejor que pocas veces llega, pero que legitima medidas extraordinarias, mayor regulación y políticas que posponen soluciones. Si queremos pensar en los problemas de la esperanza, solo hay que fijarse en muchos tecno-optimistas que, con falsas esperanzas, aseguran que la tecnología y la ciencia frenarán el cambio climático y arreglarán el mundo; así pues, no hay de que preocuparse, ni tampoco hacer nada al respecto. Como si el apocalipsis no fuera con nosotros.
Si asumimos que nada debería ser igual y que debe evitarse repetir los mismos errores y volver a ciclos de crisis y desesperanza, empezaremos a soñar con un futuro diferente
Una esperanza radical
Ante el peligro de que la esperanza lleve a la frustración, a la manipulación o justifique políticas destructivas, necesitamos una esperanza más radical que nos acerque ‒y no nos aliene mientras esperamos‒ a un mundo en transición, de cambios y de crisis sistémicas.
Este enfoque sobre la esperanza es menos optimista, quizás más oscuro, y parte de dos premisas. La primera es que estamos en una época de pérdida existencial, una época de no retorno, consecuencia directa de lo que hemos hecho, de lo que hemos sido. Este aspecto es importante para descartar la esperanza de querer que todo pase pronto o de que todo siga como antes. Porque, precisamente, estamos aquí, desesperados, en crisis, por todo lo que hicimos y quisimos; debemos darnos cuenta de que las soluciones y los conocimientos previos forman parte del mismo problema. Nuestras herramientas para resolver las crisis son a menudo cómplices de estas mismas crisis y agudizan los problemas de fondo.
De hecho, filósofos alemanes de la primera mitad del siglo xx como Theodor Adorno, Hannah Arendt, Walter Benjamin o Ernst Bloch fueron decisivos a la hora de repensar la esperanza. Se vieron en una coyuntura dramática, de miedo y confusión, porque en Alemania la modernidad, la razón y la democracia habían traído el totalitarismo, el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial. «No hay ningún documento sobre la civilización que no sea a la vez un documento de barbarie», escribió atrevidamente Benjamin en 1969 (Illuminations: Essays and Reflections). Y ante este momento apocalíptico, en el que todo lo que creían vinculado al progreso en realidad había desencadenado el horror y la destrucción, invocaron la esperanza como manera de aspirar a lo que no era posible o todavía no lo era (así lo planteaba Ernst Bloch en 1995: The Principle of Hope, volumen 1). La lección que sacamos de estos pensadores es que todo lo presente está manchado de violencia. Si asumimos que nada debería ser igual y que debe evitarse repetir los mismos errores y volver a ciclos de crisis y desesperanza, empezaremos a soñar con un futuro diferente.
Pero, ¿qué futuro? Esta es la segunda premisa de una esperanza radical: todavía no sabemos qué estamos esperando. Carecemos del lenguaje para expresarlo o anotarlo. Jonathan Lear, en 2006 (Radical Hope: Ethics in the Face of Cultural Devastation, HUP) argumenta que podríamos encontrar inspiración en la manera como los crow, una nación indígena de Estados Unidos, sobrevivieron y resistieron cuando su cultura y su modo de vida quedaron totalmente arrasados y fueron trasladados a una reserva. «La esperanza radical», escribe, es una «visión, un sueño» que infunde coraje para avanzar, aunque «nos falten todavía los conceptos necesarios para entender lo que estamos buscando».
La esperanza como visión o sueño sobre lo que es distinto, sin dictar exactamente lo que querríamos, es importante. Porque, si tenemos una visión concreta y diseñamos un programa para alcanzarla, la acabaremos imponiendo a los demás, como si las generaciones futuras no pudieran pensar por sí mismas, dicen los pensadores sobre la utopía como Russell Jacoby (Picture Imperfect: Utopian Thought for an Anti-Utopian Age, 2005). De manera similar, cuando sabemos con certeza lo que esperamos, tendemos a desear lo conocido o a recuperar lo que hemos perdido, y regresa el ciclo de la nostalgia y la desesperanza. Teníamos la esperanza de que la pandemia pasase y hemos regresado a la vieja normalidad prepandémica de producción, consumo, desigualdad estructural, y al estrés del día a día. En cambio, la esperanza radical despierta la pasión por inventar y repensar las soluciones a las crisis, resistiendo a la apatía general. Retiene el convencimiento de que todo puede cambiar, de que puede ser distinto y mejor, y otorga a los humanos la llama para seguir reflexionando sobre lo que ahora parece imposible.
*Reflexiones desarrolladas por Pol Bargués en su libro Hope in the Anthropocene: Agency, Governance and Critique (Routledge, 2024), editado conjuntamente con David Chandler y Valerie Waldow.