MOUSSA BOUREKBA
Investigador principal, CIDOB
Pasada más de una década desde los levantamientos árabes de 2011, Túnez ha destacado como el único país árabe en el que se ha materializado el concepto de transición democrática. Tras la caída del régimen de Ben Ali en enero de 2011, esta nación se embarcó en un proceso de transformación de abajo arriba que llevó, en pocos años, a la adopción de una Constitución que ha reflejado las aspiraciones democráticas del pueblo tunecino. A pesar de los múltiples desafíos a los que se enfrentó, como la inestabilidad política y económica, la reaparición de los antiguos caciques del régimen y la amenaza del terrorismo, Túnez demostró que un país árabe sometido a décadas de dictadura podía abrazar la democracia.
Sin embargo, esta prometedora experiencia democrática llegó a su fin en el verano de 2021, cuando el presidente Kais Saied tomó medidas para revertir el proceso de transición. Mediante una interpretación forzada de la Constitución, disolvió el Parlamento tunecino y el Consejo Superior de la Magistratura. Además, elaboró una nueva Constitución que otorga mayores poderes a la presidencia, encarceló a destacadas figuras de la oposición y recuperó la maquinaria represiva que prevalecía en los tiempos de Ben Ali. Aunque el presidente tunecino contara con el respaldo de una gran parte de la población en 2019, los resultados de las últimas consultas electorales evidencian que ya no goza de dicho apoyo. En las palabras de la politóloga tunecina Malek Lakhal, Saied encarna un «populismo sin el pueblo». No obstante, este triste episodio de una transición democrática fallida no debería eclipsar otra noticia, puede que positiva: Kais Saied está demostrando que el modelo de un régimen autoritario gobernado por un autócrata no consigue mejorar la situación del país. De hecho, parece haberla empeorado.
Esta es una lección fundamental si consideramos que Túnez es la última víctima de un proceso de restauración autoritaria que ha tenido lugar en el mundo árabe a lo largo de la última década. Dicho proceso tuvo consecuencias dramáticas en Bahréin, Libia, Siria y Yemen, donde las aspiraciones democráticas de la ciudadanía han acabado confiscadas por interminables guerras promovidas por actores estatales y no estatales. En otros países, los monarcas de Jordania y Marruecos, así como el ejército egipcio, han querido dar la apariencia de estar dispuestos a escuchar las demandas de la ciudadanía, expresadas a través de procesos de transición controlados desde arriba. Ambas monarquías adoptaron estrategias que combinan concesiones, cooptación y represión. En el caso de Egipto, el acuerdo tácito entre el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas y los Hermanos Musulmanes para avanzar hacia la democracia fue brutalmente interrumpido tras el golpe de Estado del 3 de julio de 2013. Desde entonces, Abdel Fattah al Sisi, con el respaldo de las monarquías del Golfo, ha restaurado y consolidado el autoritarismo que prevalecía en la era de Hosni Mubarak.
En los últimos años, resulta cada vez más evidente la victoria del campo contrarrevolucionario en toda la región. A nivel doméstico, los informes publicados por organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y Freedom House son unánimes: la democracia y los avances en materia de derechos humanos y libertades fundamentales han retrocedido en la mayoría de los países de la región, mientras que la represión ha ido en aumento. A nivel regional, los líderes han dejado de lado sus diferencias para reconciliarse: Turquía y Qatar han restablecido relaciones con Egipto, los países del Golfo han levantado el embargo sobre Qatar y, recientemente, la Siria de Bashar al-Assad ha sido reincorporada a la Liga Árabe, de la que fue apartada en 2011. Todo sucede como si las revueltas del 2011, y las represiones y guerras que les siguieron, nunca hubieran ocurrido.
Los líderes de Oriente Medio y del Norte de África han aprovechado sus oportunidades para profundizar los procesos de autocratización siempre que les ha sido posible, y por lo menos, a través de cuatro dinámicas. La primera de ellas, se relaciona con las tragedias humanas en Libia, Siria y Yemen, que han respaldado la narrativa propugnada por los líderes autoritarios de «o yo, o el caos», y que postula que la estabilidad autoritaria es preferible a la potencial inestabilidad que generaría la democracia. Una segunda dinámica a reseñar es que las experiencias islamistas en Egipto, Jordania, Marruecos y Túnez han demostrado que el eslogan «el Islam es la solución» no es más que eso, un eslogan. Por diversas razones, que incluyen errores propios, pero también por efecto de la cooptación y la represión, las principales fuerzas opositoras al autoritarismo no han logrado cumplir sus promesas de reforma, democratización y justicia social. La tercera de ellas, viene como resultado de las protestas del 2011, que facilitaron una colaboración entre los regímenes autoritarios de la región para reprimir, intimidar y fragmentar las diversas fuerzas opositoras que perseguían el cambio. Con Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos a la cabeza, esta dinámica emplea una amplia gama de métodos y recursos que buscan blindar el statu quo: entre otros, el apoyo a la represión; la ayuda económica; las intervenciones militares directas o indirectas (guerras proxy); la criminalización de los actores islamistas, así como el despliegue de herramientas de vigilancia masiva.
La cuarta y última dinámica se vincula a la influencia de los actores exteriores. Lejos quedan ya las promesas occidentales de brindar un genuino apoyo a la democratización de los países árabes, contraviniendo el paradigma hasta entonces imperante de «la estabilidad ante todo». Con un ojo puesto en la crisis de los refugiados de 2015 y las nuevas olas de atentados terroristas en suelo europeo, la Unión Europea (UE) ha regresado al paradigma previo a 2011, que sitúa la estabilidad por encima de cualquier otra consideración. Como resultado, la condicionalidad que caracterizaba la Política Europea de Vecindad ha sido reemplazada por relaciones de tipo transaccional, que priorizan cuestiones como el control migratorio, la cooperación antiterrorista o la dependencia energética. También los EEUU abrazaron de nuevo al viejo paradigma cuando Donald Trump sucedió a Barack Obama en la Casa Blanca en 2017. A este respecto, la rehabilitación internacional del príncipe saudí Mohamed Bin Salman (MBS), acusado del asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi en Turquía en 2018, demuestra la voluntad de Joe Biden y de sus homólogos europeos de pasar página, aunque hacia atrás.
La última década ha dejado claro que los regímenes que supuestamente ofrecían estabilidad eran, en realidad, las principales causas de la inestabilidad que sacudió la región
Para concluir, cabe destacar otra dinámica que también favorece a los líderes autocráticos árabes, en este caso, de alcance global, como es el creciente protagonismo de actores como China y Rusia, que no imponen ninguna condicionalidad política en sus relaciones con los países de la región. Es más: algunos líderes como MBS, Mohamed Bin Zayed y Abdel Fattah al Sisi aprovechan esta coyuntura para presentarse como los defensores de una sociedad más justa y equitativa. Siguiendo el ejemplo de Xi Jinping, encarnan una forma de absolutismo ilustrado. Estos líderes pretenden dar respuesta a las demandas de la ciudadanía a través de la mejora de sus condiciones socioeconómicas, nuevos proyectos de infraestructura, innovadores modelos educativos, ciudades sostenibles e incluso nuevas formas de entender el islam. Cada líder tiene su «visión» o «estrategia» –como la «Visión 2030» saudí o la «Estrategia 2050» emiratí– para llevar a «su» pueblo hacia la modernidad. En otras palabras, intentan eliminar su imagen de guardianes de un sistema represivo y sustituirla con un papel de defensores de una nueva modernidad árabe. Curiosamente, la democracia no está incluida en este ideario.
A pesar de esta realidad, por mucho que el escenario actual esté marcado por el auge de la contrarrevolución, sería erróneo dar por cerrada la ola revolucionaria del 2011. Los movimientos populares que irrumpieron de nuevo en 2019 en Argelia, Irak, Líbano y Sudán para denunciar la incompetencia de las élites lo han demostrado claramente. Aunque la democracia haya perdido peso en las encuestas de opinión en el mundo árabe, la ciudadanía sigue rechazando el absolutismo, el nepotismo y el sectarismo que predominan en la región, y no se puede gobernar ignorando las demandas del pueblo.
Mirando hacia el futuro, la cuestión no es tanto si habrá nuevas olas de protestas, sino cuándo. Los factores y condiciones que llevaron a las protestas del 2011 no solo persisten, sino que han sido exacerbados por los procesos de autocratización, la pandemia de la COVID-19 y las repercusiones económicas de la guerra en Ucrania. Por consiguiente, es todavía precipitado afirmar que el giro autoritario tunecino marca el fin del capítulo revolucionario en Oriente Medio y el Norte de África. Es cierto que tanto en Túnez como en otros países del Magreb y del Mashreq, la contrarrevolución ha logrado detener o revertir los procesos de transición. Pero los ciclos de protestas que irrumpen en estos países con cierta regularidad indican que esta pausa solo es momentánea.
En otras palabras, la última década ha dejado claro que los regímenes que supuestamente ofrecían estabilidad eran, en realidad, las principales causas de la inestabilidad que sacudió la región. Por tanto, el verdadero problema no radica tanto en la «excepción árabe» para adoptar la democracia, sino en la convicción arraigada, tanto en los líderes regionales como en quienes los respaldan, de que la autocracia es sinónimo de estabilidad. El año 2011 sirvió como advertencia, y queda por ver cuándo y de qué manera se recordará esta lección.