BLANCA GARCÉS MASCAREÑAS
Investigadora sénior del área de Migraciones y coordinadora de investigación, CIDOB
La inmigración es un rasgo cada vez más característico de las sociedades contemporáneas. Como decía el politólogo Ivan Krastev en su libro After Europe (University of Pennsylvania Press, 2017), estamos ante una revolución hecha de salidas de individuos y familias que pretenden cambiar de país yéndose, en lugar de cambiarlo quedándose. En este contexto de migraciones crecientes, la movilidad espacial no es ya un sinónimo de la movilidad social o de la inclusión. Se puede estar en un lugar y no formar ‒o sentirse‒ parte de él. Los derechos civiles y sociales son los primeros en concederse, los derechos políticos los últimos. Muestra de ello es que, a día de hoy, en la Unión Europea, existen 22 millones de residentes extranjeros que no están convocados a elegir los gobiernos de los países en los que residen. Es más, una vez adquieren la nacionalidad, y con ello el derecho a voto en las elecciones nacionales, las personas migradas no siempre se sienten interpeladas. Diversos estudios demuestran que su participación tiende a ser más baja que la de los nativos autóctonos (uno especialmente interesante es el de D. Hutcheson y L. Russo, The electoral participation of mobile European Union citizens in European Parliament and municipal elections, publicado por el Robert Schuman Centre for Advanced Studies en 2021), a lo que también contribuyen otros factores que a su vez influyen en el voto y que pueden presentar cierto grado de correlación, como son los niveles de educación o de ingresos (P. Bevelander lo analizó en 2021 en Voting behavior of immigrants and their children in Sweden, en el Journal of Immigrant & Refugee Studies). En las últimas décadas, además, la inmigración se ha politizado, polarizando los debates y marcando fronteras a menudo infranqueables entre un «Nosotros» y un «Ellos». Ante esta situación, cabe preguntarse: ¿qué impacto tiene la inmigración sobre la democracia?
Una mirada al pasado
La modernidad no se entendería sin dos grandes revoluciones: la revolución industrial y la revolución política, que se inauguró con la Revolución Francesa de 1789 y que sentaría las bases para la futura construcción del Estado nación en el siglo XIX y, más tarde, del Estado del bienestar en el siglo XX. Ambas revoluciones tuvieron un profundo impacto sobre la movilidad humana. Por un lado, la revolución industrial provocó un apetito insaciable de nuevos trabajadores para las incipientes factorías, que inicialmente, se cubrió con la inmigración interna campo-ciudad y después, por inmigrantes extranjeros, a los que se sumó la incorporación de las mujeres en el mercado laboral. Del mismo modo, una de las claves de la revolución política fue la reelaboración de la identidad ‒la construcción de un nuevo «Nosotros»‒, en clave nacional. A raíz de estos cambios, los «Otros» dejaron de ser los pobres o los vagabundos, para pasar a ser los extranjeros. A los miembros de la comunidad nacional se les concedieron derechos (civiles y políticos en el siglo XIX, sociales en el siglo XX), de los que quedaron parcialmente excluidos el resto de ciudadanos.
Si bien ambas revoluciones parecen llevar a tendencias opuestas en el ámbito de la inmigración ‒atracción versus exclusión de los trabajadores inmigrantes‒, en la práctica, ambas se retroalimentaron. Así sucedió en Francia, donde una revolución industrial más tardía que la británica y paralela a la extensión del sufragio universal masculino, limitó la proletarización de los trabajadores franceses ‒muchos de ellos, campesinos y pequeños propietarios‒ y, en consecuencia, agravó la dependencia en los trabajadores extranjeros (así lo describe G. Noiriel en État, nation et immigration, 2001). Dicho en otras palabras, a más derechos ‒también políticos‒ para los trabajadores franceses, más necesidad de trabajadores extranjeros. Ya en la segunda mitad del siglo XX, con el despliegue del Estado del bienestar, la distancia entre unos y otros se hizo más profunda si cabe: cuantas más garantías brindaban los estados a sus ciudadanos ‒derechos laborales, pensiones, acceso a la salud y la educación públicas, etc.‒, más necesario se hacía identificar quiénes quedaban fuera.
Sin embargo, la función de los trabajadores inmigrantes como mano de obra barata y flexible no se prolongó eternamente. La mayoría acabaron obteniendo la residencia permanente y, más tarde o más temprano dependiendo de cada país, también la nacionalidad. Si bien inicialmente el desarrollo de la democracia tuvo un efecto excluyente sobre los inmigrantes, a medio plazo acabó imponiendo límites a la capacidad de exclusión del Estado. Algunos autores lo han explicado por el despliegue de un régimen internacional de derechos humanos. Otros por limitaciones internas, básicamente como consecuencia del despliegue de constituciones liberales y el Estado de derecho. Christian Joppke, en su estudio de 1998 Why liberal states accept unwanted immigration, lo resumía en una frase aparentemente tautológica: «aceptar inmigración no deseada es inherente a la liberalidad de los estados liberales». Así, aunque inicialmente la ecuación fue a más derechos más exclusión, a medio plazo la exclusión acabó siendo incompatible con la consolidación de las democracias liberales.
Además de los derechos, otros dos desarrollos fueron fundamentales para la inclusión de la población migrada. En primer lugar, la extensión de la educación pública y obligatoria. En su comparación entre «viejos» y «nuevos» migrantes, L. Lucassen concluía en su libro de 2005 The immigrant threat. The integration of old and new migrants in Western Europe since 1850 que la escuela jugó un papel fundamental para la inclusión e identificación de la segunda generación con la sociedad receptora. De ahí que, a diferencia de lo que a menudo se tiende a pensar, los inmigrantes de ahora se integran más rápidamente que los del siglo XIX o primera mitad del XX. En segundo lugar, el desarrollo económico de la segunda mitad del siglo XX y la función redistributiva de un Estado del bienestar crecientemente inclusivo permitieron que los mecanismos de movilidad social ascendente ‒tanto de la población migrada como de una parte de la autóctona‒ funcionaran como auténtico lubricante de los procesos de integración.
En las últimas décadas, además, la inmigración se ha politizado, polarizando los debates y marcando fronteras a menudo infranqueables entre un «Nosotros» y un «Ellos»
Una reflexión sobre el presente
La crisis económica de inicios de los setenta supuso un freno a la demanda de trabajadores extranjeros en Europa. Con la deslocalización de una parte de la industria, no solo ya no había necesidad de nuevos inmigrantes, sino que una parte de los que habían llegado en los años anteriores quedaron fuera del mercado laboral. Sin embargo, los inmigrantes siguieron llegando, ahora vía reunificación familiar o como refugiados. Por ejemplo, entre 1970 y 1999, las solicitudes de asilo en la UE pasaron de las 15.000 a las 300.000 anuales (estas cifras se pueden consultar en el estudio de Ch. Van Mol &y H. Valk Migration and immigrants in Europe: A historical and demographic perspective, 2016). Y no solo eso, sino que a inicios de los dos mil, las economías del sur de Europa, caracterizadas por unos mercados laborales duales con sectores de baja productividad y alta precariedad, volvieron a atraer a trabajadores inmigrantes, una parte de los cuales llegaron de Europa del Este, pero en mucha mayor medida, de América Latina y el Norte de África.
De la mano del incremento de la inmigración, desde la década de los noventa la desigualdad ha ido en aumento. Y la recesión de 2008 y la pandemia de la COVID-19 no han hecho más que agravarla. Como recuerda Saskia Sassen en su libro Expulsiones: brutalidad y complejidad en la economía global de 2015, el desarrollo de un capitalismo avanzado, con un sistema de acumulación cada vez más extremo y predatorio, ha llevado a la expulsión de una parte de la población del mercado laboral, de los centros de las ciudades y de sus casas. Además, las políticas de austeridad –y el retroceso generalizado del Estado del bienestar– no solo los dejaron en la intemperie, sino que provocaron la progresiva pérdida de legitimidad del Estado en su capacidad redistributiva. Como recuerda el demógrafo Andreu Domingo en Catalunya 3D. Demografia, diversitat i democracia, 2023, fue en este contexto que la movilidad social ascendente dejó de funcionar y el sistema de reproducción social se «recalentó».
Curiosamente, sin embargo, el debate político y público se ha centrado cada vez más en lo puramente identitario. Lo que antes se percibía como una pérdida de recursos ahora se percibe como una pérdida de identidad. Es ahí donde resurgen –en Europa pero también en Estados Unidos– los discursos nativistas, que rechazan la igualdad entre ciudadanos y proponen clasificarlos por orden de llegada y de proximidad –étnica, religiosa, cultural– (al respecto, véase Nativisme: ceux qui sont nés quelque part… et qui veulent en exclure les autres, de C. Bertossi, A. Taché y J.W. Duyvendak de 2021). Es ahí también donde la pérdida de legitimidad del Estado se traduce en apoyo electoral a los partidos de extrema derecha, especialmente por parte de aquellos sectores de la población que se sienten injustamente abandonados y, en un mundo incierto, cada vez más vulnerables.
Es esto, y no la inmigración, lo que pone en cuestión la democracia. Porque abre la puerta a cuestionar derechos fundamentales. Porque asume y acepta que la desigualdad es consubstancial a las sociedades contemporáneas. Y porque amenaza la posibilidad de deliberación y acción colectiva, hasta el punto de que ahora ya no se vota por unas ideas, unas propuestas o unas políticas, sino por lo que se es o se representa, en una sociedad cada vez más fragmentada. Contrariamente a lo que a menudo sostienen las izquierdas, todo ello no es culpa de la extrema derecha, la extrema derecha es solo el síntoma. Sí que es el resultado de unas dinámicas globales que expulsan y precarizan, de un Estado que ha renunciado a su papel redistribuidor, de unas políticas que han fracasado en asegurar no solo la igualdad de derechos sino también de oportunidades y de unos partidos ‒de todo el espectro político‒ que a menudo han dejado de hablar de lo fundamental.