DUNCAN BELL
Profesor de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en el Christ’s College, Cambridge University;
El futuro vuelve a estar de moda. La crisis financiera que venimos arrastrando desde 2007-2008, el interés despertado por la Inteligencia Artificial, la pandemia mundial de la COVID-19 y, sobre todo, la amenaza de un cambio climático devastador son todos ellos elementos que, combinados, resitúan la posible deriva de la humanidad en el centro del debate político e intelectual. Parece que nuestro futuro cobra importancia cuando más sombrío se divisa.
Sin embargo, el pensamiento sobre el futuro tiene una larga historia[1], que me gustaría esbozar brevemente en el presente artículo, que concluirá con algunas propuestas sobre cómo podría contarse la historia del futuro y por qué. Para ello, me serviré de los principales hallazgos de la investigación que estoy llevando a cabo acerca del imaginario dominante sobre el futuro en la Gran Bretaña y los Estados Unidos en el siglo XX[2].
Podemos afirmar que las ideas dominantes sobre el futuro –por lo menos desde finales del siglo XIX, en Gran Bretaña y en Estados Unidos– han pivotado siempre en torno a la creación de la tecnópolis, es decir, de una sociedad organizada racionalmente, guiada por el conocimiento científico e impulsada por una incesante innovación tecnológica. En este contexto, existen ciertas disciplinas que han sido protagonistas a la hora de dar forma a nuestra visión del futuro: la biología evolutiva, la genética, la informática, la cibernética, la economía, la demografía, la ecología y la neurociencia. A ello se suman determinadas tecnologías que también han sido esenciales, como los sistemas de comunicación digital y la expansión de Internet, la energía atómica, los automóviles y aviones, los cohetes espaciales y los superordenadores, la bioingeniería y la manipulación genética, o más recientemente, la Inteligencia Artificial, la realidad virtual y el metaverso. Todas ellas refuerzan la idea de que la ciencia tecnológica es el motor de una sociedad dinámica y en progreso. No obstante, y a pesar de su papel dominante, el imaginario tecnopolita también ha sido objeto de duras críticas. En la actualidad, existen muchas corrientes de pensamiento que desconfían de la tecnópolis y nos advierten del peligro que esta constituye para la libertad, la dignidad y la creatividad de una humanidad, que se arriesga a quedar deshumanizada y adormecida por el tedio. Otros apuntan a que nos dirigimos hacia un desempleo masivo, a la dislocación social y a la catástrofe medioambiental. Existe, por tanto, una profunda desconfianza hacia las nuevas tecnologías que, en última instancia, podrían ser las causantes de nuestra propia destrucción, bien por accidente o como consecuencia directa de su propio diseño.
Durante la mayor parte de la historia registrada, el pasado, el presente y el futuro no eran vistos como instancias temporales radicalmente diferentes
Casi todos los temas que preocupan actualmente a los pensadores tecnopolitas –y que abarcan temas tan diversos como las ambiciones transhumanistas de mejora física y cognitiva, la ansiedad sobre el crecimiento de la población mundial, los proyectos de «terraformación» de otros planetas, la posibilidad de que las máquinas adquieran conciencia o el riesgo del cambio climático– tienen raíces antiguas, ya que en algunos casos se remontan al siglo XIX (o incluso antes). No podemos entender nuestras actuales preocupaciones, nuestros deseos y nuestras pesadillas sin conocer esta historia.
Tecnología y progreso
Existe un razonable consenso a la hora de sugerir que los avances tecnocientíficos impulsan el desarrollo de las sociedades y dan forma a su futuro, ya que ésta ha sido la tónica dominante de nuestra evolución como especia. Desde el primer vuelo a motor en 1903, que permitió a los hermanos Wright sobrevolar un campo de Carolina del Norte, hasta el gigantesco salto de Neil Armstrong sobre la Luna en 1969, transcurrió tan solo el lapso de una vida humana. En menos de una década, los científicos fueron capaces de desarrollar una arma –la bomba de hidrógeno– capaz de destruir toda la humanidad, lo que otorgó un significado completamente nuevo a las nociones de apocalipsis y extinción. Más recientemente, a comienzos del siglo XXI, las redes sociales y los teléfonos inteligentes han transformado radicalmente la vida diaria de miles de millones de personas, suscitando dilemas cruciales acerca del futuro del capitalismo y de la democracia. Y fue, con una velocidad inaudita, en menos de un año, que los científicos pudieron desarrollar vacunas eficaces para combatir la pandemia de la COVID-19. Nada hace pensar que este proceso vaya a detenerse, más bien al contrario. En las próximas décadas, la Inteligencia Artificial promete –o amenaza, según se considere– con cambiar nuestras sociedades hasta hacerla irreconocibles, y no faltan quienes temen que los humanos queden obsoletos. Nuestra visión del mundo acostumbra a pendular entre la fascinación que nos produce la innovación y el temor hacia sus consecuencias.
No obstante, la aceleración con la que nuestra sociedad se transforma a raíz de la innovación es totalmente inaudita. Durante la mayor parte de la historia registrada, el pasado, el presente y el futuro no eran vistos como instancias temporales radicalmente diferentes. El tiempo histórico era entendido en términos de repetición y regularidad, fruto de los ritmos de la naturaleza y de la sucesión de las estaciones. La religión, y no la tecnociencia, era el marco intelectual principal que daba sentido a la vida humana. Sin embargo, fue a partir de la Ilustración, surgida en el siglo XVIII e impulsada por las convulsiones socioeconómicas de la Revolución Industrial y el terremoto político generado por las revoluciones francesa y americana, que esta lógica tradicional empezó a ser cuestionada de manera constante. Se impuso la creencia de que las innovaciones en el transporte, las comunicaciones, la producción industrial y la medicina serían el motor de mejora del mundo. Y fue en este fértil caldo de cultivo que se concibieron las teorías científicas y filosóficas revolucionarias que proponían nuevas y radicales explicaciones de los orígenes, la estructura y el horizonte futuro de los ecosistemas natural y social. De todo ello se desprendía la creencia de que el futuro iba a ser radicalmente diferente del pasado, lo que ha acabado convirtiéndose en la narrativa dominante y la más extendida del siglo XIX. Es esta una narrativa sobre el futuro que el historiador de la ciencia Iwan Rhys Morus ha atribuido a los «victorianos»[3] quienes, según él, desarrollaron nuestra actual noción del futuro[4]: vivimos pues, bajo la alargada sombra que ellos proyectaron.
Jamás hemos llegado a un consenso acerca de cómo se desarrollará el futuro, ni de cuál es la mejor manera de acoger los cambios que conlleva. Al igual que ahora, también en tiempos de los victorianos coexistían visiones profundamente contrarias: ¿debemos abrazar la modernidad tecnológica o, por el contrario, debemos condenarla?, ¿ayudará a mejorar la especie humana o la llevará a su degeneración?, ¿hasta qué punto podemos controlar su desarrollo?, ¿qué tecnologías o teorías científicas serán las que se acabarán imponiendo?, ¿de qué forma impactará todo ello sobre la vida social y política? Como es de esperar, las visiones más optimistas defienden que la tecnología nos llevará a escenarios cada vez mejores. Esta creencia es el núcleo central de lo que hemos venido a llamar «progreso», en virtud del cual los humanos han ganado un control cada vez mayor sobre el mundo natural y han aprendido a utilizarlo para sus propios fines –como a aumentar la producción y el comercio, mejorar la cooperación social y el orden político, diagnosticar o curar enfermedades‒, lo que nos ha llevado a una nueva y bienvenida fase de la historia humana. Bajo este prisma, las cosas solo pueden ir a mejor.
No obstante, no todo el mundo comparte esta mirada. Ya a principios del siglo XIX y en adelante, hubo un coro de voces que cuestionaba los beneficios de lo que el crítico social Thomas Carlyle describió despectivamente como la «Era Mecánica». Esta desconfianza se armó de argumentos a lo largo del siglo XX –que fue testigo de Auschwitz y de Hiroshima– y se mantiene en la actualidad, apoyada en la evidencia de que la tecnociencia nos ha llevado a un calentamiento global de dimensiones catastróficas y que pone en riesgo la supervivencia de la humanidad como especie.
Uriel Soberanes, «Hombre con Sony PlayStation VR», agosto de 2018.
Desde mi punto de vista, el momento clave para la reconfiguración del significado del futuro se produjo en la última parte del siglo XIX, ya que fue entonces cuando emergió un nuevo modelo de progreso. Debemos recordar que desde finales del XVIII hasta mediados del XIX, la visión dominante era que la historia avanzaba inevitablemente en una dirección lineal ascendente, a través de diversos estadios y hacia un final predeterminado. A grandes rasgos, este relato del tiempo histórico fue compartido por pensadores influyentes de toda Europa, desde el marqués de Condorcet y Auguste Comte en Francia, hasta Herbert Spencer e incluso Karl Marx en Gran Bretaña, aun cuando existían notables discrepancias entre ellos respecto a la dirección y el objetivo exactos del progreso. No obstante, el darwinismo cuestionó frontalmente este imaginario; si bien –como sostiene el historiador de la ciencia Peter Bowler– no logró que el imaginario lineal desapareciese por completo, sí que lo suplantó progresivamente por una noción mucho más abierta e impredecible del desarrollo futuro, que bebía de las ideas de Darwin sobre la evolución de las especies a lo largo del tiempo. Recurriendo a una metáfora, podríamos afirmar que mientras que el modelo precedente tomaba la forma de una escalera, que permite pasar del punto A al B, el segundo modelo queda mejor representado por un árbol y sus diversas ramificaciones. Fue en virtud de este último proceso que, a finales de la época victoriana, se impuso la visión más compleja y ramificada del progreso[5].
Otra razón sustenta la idea de que fue en las últimas décadas del s. XX cuando tomó forma nuestra actual visión del futuro, y es que fue entonces cuando la tecnología penetró de tal manera en la vida cotidiana de los humanos que, simplemente, nos resultó impensable imaginar un futuro sin tecnología. Roger Luckhurst capta este giro cuando argumenta que, mientras en la década de 1840 los pensadores se maravillaban ante innovaciones pioneras ‒como el ferrocarril o las fábricas‒, llegados a la década de 1880, la vida urbana en Estados Unidos y en Europa dependía de «un engranaje tecnológico, en el que la comunicación cotidiana, los espacios públicos y la cultura popular estaban cada vez más articulados alrededor de las máquinas»[6]. Fue una era de revolución tecnocientífica que encauzó una nueva comprensión de la humanidad ‒influenciada mayormente por Darwin‒ y que sentó las bases de cómo pensaríamos a partir de entonces sobre nuestra especie y sus futuribles. La electricidad se volvió omnipresente en la vida cotidiana, y gracias a ella, tomó forma la osada idea de que los humanos podríamos llegar a domesticar las fuerzas elementales de la naturaleza. Científicos mediáticos, como Nikola Tesla y Thomas Edison, se convirtieron en celebridades transatlánticas y sus sueños eléctricos inspiraron tanto a políticos como al público en general. El vuelo a motor se convirtió en una posibilidad real, lo que abrió nuevas perspectivas para los desplazamientos y la exploración planetaria. Los avances tecnocientíficos se entreveraron con importantes acontecimientos sociales y geopolíticos ‒como el apogeo del imperialismo europeo‒, que abrazaron con entusiasmo las nuevas tecnologías de destrucción que iban a permitirles la conquista y la dominación de extensas zonas del globo. A su vez, la rápida expansión de la educación y la alfabetización creó una audiencia sin precedentes para la literatura que especulaba sobre el futuro. Y fue en este contexto electrizante en el que floreció la ciencia ficción moderna, entendida como la literatura que versa sobre la tecnociencia y sus consecuencias. Los escritores especulativos ‒y de manera destacada H. G. Wells‒, se encontraron con una audiencia mundial que esperaba con avidez sus reflexiones acerca del futuro[7] y se unieron, de este modo, al colectivo de filósofos, científicos y polemistas que trataban de dar sentido a la humanidad y a su destino en la «Era Mecánica».
La jaula de hierro de la tecnociencia
La creencia ambivalente de que la tecnociencia acelerará constantemente el desarrollo de la sociedad, pero que al mismo tiempo, tiene el potencial de desbordarla, obstaculizarla o incluso destruirla, es un rasgo definitorio del último siglo y medio. A medida que la innovación tecnocientífica fue viéndose como algo inevitable –y la fuerza motriz de la sociedad moderna–, resultó cada vez más complicado imaginar alternativas reales. Frente a la constatación de sus muchos peligros, cada vez era más difícil refutarla de pleno, o incluso llegar a limitarla de alguna manera; la única opción era la huida hacia adelante, hacia mejoradas versiones de la misma tecnología. Como consecuencia, las Tecnópolis han devenido el todo: son a la vez la enfermedad y el remedio, el problema y la solución. No hay escapatoria posible. Esto es lo que llamo la trampa tecnopolita. No podemos afirmar que esta visión haya sido aceptada universalmente, pero sin duda cada vez es más difícil de refutar y, a los que lo intentan, se les tacha invariablemente de ingenuos nostálgicos o de antimodernos.
Debemos ser conscientes de que decenas de millones de personas están viviendo ya en la utopía de aquellos que nos precedieron
No obstante, debemos insistir en que existen dos maneras posibles de imaginar un mundo previo y otro más allá de la tecnópolis. La primera visión entraña una revolución que devolvería a la humanidad a un modo de vida menos dependiente del culto al progreso tecnopolita. Un ejemplo influyente de esta perspectiva es la utopía bucólica de William Morris, planteada en los últimos compases de la era victoriana en su obra «Noticias de ninguna parte» (News from Nowhere, 1890). En ella esboza un armonioso mundo socialista en el que la civilización industrial moderna se disgrega y la gente vive en pequeñas comunidades agrícolas autogobernadas. Una versión posterior de la misma idea la encontramos en Island, de Aldous Huxley (1962), que reniega de las ideologías enfrentadas durante la Guerra Fría y aboga por una síntesis entre religión oriental y anarquismo, una postura que cabe decir que no dista mucho de la que defienden hoy algunos grupos ecologistas radicales[8].
Alternativamente, hay también quien imagina una huida de la trampa tecnopolita a partir de sus cenizas; una mirada posapocalíptica que parte de la idea de que solo será posible construir el nuevo orden sobre las ruinas devastadas de la modernidad; es decir, que solo después de la conflagración nuclear, el cambio climático o una plaga mundial, será posible empezar de nuevo. En esta línea encontramos obras como la de Walter M. Miller, «Cántico por Leibowitz» (A Canticle for Leibowitz, 1960), Parable of the Sower (1993), de Octavia Butler, «La Carretera» (The Road, 2006), de Cormac McCarthy o la popular película Mad Max (1979). La mayoría de estas visiones posapocalípticas dibujan un futuro en el que la vida es miserable, brutal y, por lo general, muy corta, dejando poco margen para la esperanza de construir un mundo mejor.
Como hemos dicho, la creencia en que la tecnociencia es a la vez problema y solución es una característica intrínseca al último siglo y medio. Sin embargo, con el paso de las décadas se ha producido un cambio significativo. La tecnociencia se define como amenaza para la humanidad, pero también se critica la ambición de la utopía a la que podría empujarnos. A finales del siglo XIX, en un contexto de oscuros presagios sobre el impacto de la tecnociencia, imaginábamos mundos futuros marcados por la desigualdad socioeconómica, el autoritarismo político y la sumisión del hombre a la máquina, en un entorno de violencia y sufrimiento generalizados. Pero a pesar de ello, por lo general, la humanidad prevalecía. Fue con el avance del siglo XX que la supervivencia humana dejó de estar garantizada. La masacre industrializada de la Primera Guerra Mundial, combinada con el desarrollo de nuevas tecnologías de destrucción –sobre todo las armas químicas y la aviación de guerra– crearon la sensación de que las guerras futuras serían más terribles y miserables que las libradas hasta entonces. El periodo de entreguerras estuvo impregnado de aprensión ante la futura aniquilación humana. Con al menos 50 millones de muertos, la Segunda Guerra Mundial reforzó esta sensación de fatalidad inminente. Los campos de exterminio nazis, combinados con el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, hicieron realidad la pesadilla de la muerte mecanizada. Por primera vez en la historia humana, la autodestrucción de la especie se convirtió en una posibilidad real e inminente. Esta visión se vio incluso reforzada cuando las armas atómicas se acoplaron a misiles capaces de desatar el infierno nuclear desde el espacio en cuestión de minutos. A partir de entonces, nadie estaba a salvo en ningún lugar.
Y año a año, parece que solo hemos ampliado la lista de «riesgos existenciales» y potencialmente causantes de la desaparición de la especie, sumando a la guerra nuclear otros fenómenos como el cambio climático, la IA y la nanotecnología, las armas biológicas y los virus modificados genéticamente. El eminente físico Martin Rees afirmó en su libro «Nuestro último siglo» (Our Final Century, 2003) que la humanidad tenía aproximadamente un 50% de posibilidades de sobrevivir al siglo XXI. Pero, como la mayoría de los futuristas contemporáneos, Rees no rechazó la tecnociencia, sino que seguía insistiendo que era la mejor –de hecho, la única– respuesta viable a sus mismos peligros[9].
A medida que las amenazas tecnopolíticas han aumentado en términos de alcance y de gravedad, también han ganado terreno los sueños utópicos basados en la tecnociencia. Muchas de las ambiciosas propuestas de los pensadores utópicos de finales del XIX (la sanidad y educación universales, las pensiones de vejez, la reducción de la desigualdad social, racial y de género) se materializaron en las socialdemocracias de finales del siglo XX, si bien lo hicieron parcial y, a menudo, frágilmente. En ese sentido, debemos ser conscientes de que decenas de millones de personas están viviendo ya en la utopía de aquellos que nos precedieron. A mediados del siglo pasado, algunos futuristas tecnopolitas, como los científicos radicales John Burdon Sanderson Haldane y John Desmond Bernal, predecían que los futuros humanos creados genéticamente vivirían miles de años, mejorarían sus sentidos y su inteligencia más allá de todo lo conocido, colonizarían planetas cercanos y se lanzarían a explorar el espacio interestelar[10]. Desde entonces, los futuristas radicales han tomado como base este mismo imaginario, al que se ha añadido el poder de los ordenadores digitales, y más recientemente, de la Inteligencia Artificial, que podría transformar radicalmente la existencia humana. Que estos sueños sean realizables o no es algo que está aún por ver. Los «transhumanistas» contemporáneos más ambiciosos imaginan formas de inmortalidad humana respaldadas por intervenciones tecnocientíficas, desde la fusión con la IA hasta la «transferencia mental», en la que la especie humana abandona su frágil y mortal cuerpo orgánico y se convierte en pura información. Cada vez cuesta más discernir los sueños utópicos generados por las tecnópolis de las pesadillas.
¿Para qué una historia del futuro?
Al poner luz sobre el presente y el pasado, la historia puede enseñar importantes lecciones. Resulta preocupante que muchos de los actuales debates acerca de la relación entre la tecnología y la sociedad –en el gobierno, los medios de comunicación y el mundo tecnológico– tiendan a ocurrir en un peligroso vacío histórico. Existe una obsesión por la novedad, la innovación, lo disruptivo, las promesas y amenazas de lo nuevo. Lo vemos por ejemplo en el caso de la Inteligencia Artificial, que promete transformar el mundo y hacer que nuestras vidas sean más eficientes, a riesgo de ocasionar un desempleo masivo, o de cambiar la naturaleza de la guerra ‒a través de aviones, barcos y soldados robotizados‒, lo que nos lleva a temer por el futuro de la humanidad. No obstante, ninguno de estos miedos o esperanzas es nuevo. Es más, muy pocos de los dilemas actuales sobre la IA hubieran sonado ajenos a los informáticos, filósofos o escritores de ficción en los años sesenta. Lo que sí que posiblemente habría sorprendido a los pensadores de generaciones anteriores sería la escasa transformación tecnocientífica que se ha producido en comparación con sus enormes expectativas; después de todo, la gente no vive aún en grandes estaciones orbitales o en bases en otros planetas, ni viaja por el mundo con mochilas propulsoras, ni depende de robots personales sensibles para satisfacer sus necesidades. Sin embargo, estos eran los temas más habituales a principios y mediados del siglo XX.
Imbuidas del culto a la novedad, las sociedades tecnológicas modernas tienen tendencia a olvidar, entre otras cosas, los futuros que soñaron en el pasado, y este olvido puede alimentar la sensación de que se ha avanzado mucho. Así pues, uno de los principales valores del trabajo histórico es combatir la cultura de la amnesia y recordar a los ciudadanos que gran parte de lo que se considera nuevo o inevitable tiene una historia –y a menudo larga– y que los ambiciosos sueños sobre el cambio tecnocientífico por lo general (aunque ciertamente no siempre), o bien no se materializan o bien funcionan de forma muy distinta a como se previeron en un principio. La recuperación histórica es esencial tanto para fundamentar un debate sobre el futuro como para ofrecer una perspectiva realista del cambio histórico que nos permita diferenciar lo realmente nuevo de lo que no lo es. Es más, nuestros predecesores pensaban a veces sobre estos temas con más claridad y agudeza que nosotros. Es por ello que una segunda función importante del trabajo histórico es proporcionar una batería de argumentos, perspectivas y marcos intelectuales que puedan ayudar a dar sentido al presente y ofrecer recursos para pensar en nuestros propios futuribles. Quentin Skinner llegó a describir esta tarea del trabajo histórico como la de un arqueólogo que «saca a la superficie tesoros intelectuales enterrados, los desempolva y nos confronta de nuevo con ellos…»[11]. Las ideas enterradas pueden resultar útiles para encarar los retos a los que nos enfrentamos; desde los olvidados argumentos del siglo XIX para abordar la desigualdad socioeconómica, pasando por las revitalizadas ideas socialistas sobre la utopía tecnopolita, hasta los sombríos pero necesarios recordatorios –reforzados una vez más por la invasión de Ucrania– sobre los peligros existenciales del conflicto nuclear. La historia ofrece un abanico de perspectivas sobre los futuros posibles de la humanidad mucho más amplio que el que nos ofrecen nuestros debates actuales.
Una última función que merece la pena destacar es que la historia del futuro puede ayudarnos a cuestionar lo que a muchos les parece ser de sentido común. La trampa tecnopolita –la idea de que la tecnología es la única solución a las amenazas causadas por la innovación tecnológica– se ha convertido en un denominador común de las sociedades occidentales y se ha extendido también más allá de Occidente. Se nos dice que el progreso exige una tecnociencia cada vez mayor y mejor. Tal vez. Sin embargo, no hay nada inevitable ni natural en este sistema de creencias omnipresente. También esto tiene su historia, ya que surgió en un momento determinado y se consolidó a través de un conjunto de procesos históricos y momentos clave, desde la Segunda Guerra Mundial hasta el auge de la IA. Las cosas podrían haber sido de otro modo; hay alternativas. Repasar el surgimiento y el desarrollo de ideas sobre el futuro de la humanidad debería vacunarnos contra la necesidad de creer que el progreso inevitable es esencial para el florecimiento humano, que es la única o la mejor forma de pensar la relación entre tecnociencia y sociedad.
NOTAS
- Son interesantes en este sentido estas dos publicaciones: Andersson, Jenny, The Battle for the Future: Futurology, Futurists, and the Struggle for the Post Cold War Imagination, Oxford: Oxford University Press, 2018; Bowler, Peter. A History of the Future: Prophets of Progress from HG Wells to Isaac Asimov, Cambridge: Cambridge University Press, 2017.
- Véase, por ejemplo, Bell, Duncan y Douglas, Mao, Utopia, Oxford: Oxford University Press, en edición.
- N. del E.: en sentido estricto, el periodo victoriano comprende el reinado de la reina Victoria (1837-1901) en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Debido a la longevidad de la monarca, recogió la esencia del romanticismo de sus antecesores y lo proyectó hacia el cambio social, alumbrando a pensadores que revolucionaron sus campos de trabajo como Marx, Freud o Darwin.
- Véase Rhys Morus (2022).
- Veáse Bowler (2021).
- Véase Luckhurst (2005).
- Sobre ciencia ficción política véase Hunt Botting (2021); sobre Wells, véanse Cole (2019) y Bell (2020).
- Para un sofisticado argumento reciente contra la ideología del crecimiento económico incesante véase Claeys (2022).
- Véase Rees (2003).
- Véanse Desmond (2017) y Sanderson Haldane (1923).
- Véase Skinner (1998).